Con qué propósito nació dicha encíclica? Ante todo, para aclarar varias cuestiones antropológicas fundamentales, principalmente las relacionadas con el trabajo. La primera
edición de “El Capital”, de Karl Marx, llevaba casi 25 años en circulación y ponía el dedo en la llaga frente a un sinfín de atrocidades que se cometían en miles de empresas,
fábricas y todo tipo de negocios. Era necesario reflexionar sobre qué debíamos entender por economía… o, lo que es lo mismo, considerar qué recursos de los que nos ofrece la naturaleza podemos utilizar: en qué medida, de qué manera y con qué fin.
De entre las muchas propuestas que recoge la “Rerum Novarum”, quizá la que rescato por encima de todas las demás es la distinción entre trabajo y labor. Porque, como señala el documento papal, efectivamente existe una relación entre trabajo y propiedad, pero eso no significa equiparar el trabajo a la labor. Porque la labor es algo más limitado, algo con una connotación estrictamente material y asociado al esfuerzo físico, tan presente en la historia de la humanidad, mientras que el trabajo abre la puerta a realidades más amplias
y plenas, propias del conocimiento y la libertad humana.
Quizá lo dicho hasta aquí suena muy teórico. Lo que quiero decir es que hace 130 años se nos insistió, desde el Magisterio de la Iglesia, en que el trabajo es mucho más que la dimensión material. Trabajo no es sólo un proceso, no es la labor de estudiar 10 horas al
día, de pasar consulta en un hospital otras 12, de ensamblar puertas de frigorífico en una planta o de diseñar planos arquitectónicos… eso es reducir el potencial del trabajo y centrarse sólo en el aspecto más cuantificable. El trabajo consiste también –o sobre todo– en “trabajar y poseer con otros”. O sea, el trabajo es totalmente relacional. No cobra sentido sin su finalidad de servicio a una comunidad, como puede ser la familia, el pueblo o una asociación.
Pienso que nos conviene reconsiderar qué entendemos por trabajo y valorar si no lo estaremos reduciendo a una mera labor, al simple cumplimiento de un deber que empieza los lunes a las 8 de la mañana y termina los viernes a las siete de la tarde, a fin de poder entregarnos al ocio y la supuesta “liberación” los fines de semana. Cuando vivamos el trabajo como la oportunidad de santificarnos, de formarnos y de aportar al bien común, sirviendo a los demás, entonces seguramente encararemos nuestro día a día con renovado optimismo.