Fundamental también y complementario al de San Lucas es el relato que ofrece San Mateo acerca de la generación de Jesús (el texto griego habla de génesis, que en la Vulgata se traduce por generatio, “generación”) y de las dudas de San José, que quedan solventadas por la manifestación de un ángel durante el sueño (Mt 1,18-25). El evangelista deja claro, al igual que San Lucas, que el Hijo de María es fruto de la acción del Espíritu Santo en Ella y no de varón. A diferencia de San Lucas, San Mateo nos refiere un episodio posterior, porque ha sido ya concebido en su seno materno, y es por eso que San José, al tener conocimiento de ello, piensa repudiar en secreto a María. Entonces se produce el sueño en que el ángel le tranquiliza y le explica el origen de este Hijo, engendrado por el Espíritu Santo (gennethén, de gennáo, “engendrar”; San Jerónimo lo vierte en la Vulgata por natum est), que será el Salvador y al que habrá de ponerle el nombre de Jesús. Es relevante además que San Mateo recuerde ahora la profecía de Isaías refiriéndola a María: “He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y le llamarán su nombre Emmanuel” (Is 7,14; Mt 1,23).
Ahora bien, desde nuestro punto de vista, el relato que acaba de dar su pleno significado a los de San Lucas y San Mateo es el magnífico comienzo del Evangelio de San Juan, donde expresa con claridad la divinidad y eternidad del Verbo y su Encarnación (Jn 1,1-18). Concretamente, para el tema que aquí nos ocupa, resulta de un valor sin igual la afirmación del evangelista: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (el texto griego dice: Kai o Lógos sarx egéneto, que la Vulgata traduce por Et verbum caro factum est) (Jn, 1,14).
Dentro de un contexto en el que San Juan nos está exponiendo que el Verbo es una persona divina, que es “el Unigénito del Padre” (la cita, en este mismo versículo), y teniendo presentes los relatos de San Lucas y San Mateo que acabamos de referir, la conclusión a la que llegamos es la siguiente: el Verbo se hace carne en el mismo momento de la concepción, en el instante mismo de la generación humana de Jesús; la persona divina del Verbo asume un cuerpo humano y la entera naturaleza humana, y la une a su naturaleza divina; hay ya una persona, que en este caso es divina, en el mismo instante de la concepción o generación humana. Aun cuando, ciertamente, la generación humana de Jesús sea milagrosa y única, es capaz de iluminar el hecho universal de que en la concepción de un nuevo ser humano existe ya desde el principio una vida distinta y una persona distinta de aquellas otras de los progenitores.
El dogma de la Iglesia: su formulación en los grandes concilios ecuménicos
Las herejías trinitarias y cristológicas de los primeros siglos de la Iglesia contribuyeron en realidad a traer más luz acerca del misterio de Jesucristo, ya que se hizo necesario precisar mejor la doctrina católica ortodoxa sobre las cuestiones que se debatían. Para el tema que aquí nos ocupa, resultan de gran importancia varios puntos abordados y definidos dogmáticamente en algunos de los primeros concilios ecuménicos.
Frente a la negación de la Maternidad divina de María realizada por Nestorio, a raíz de su idea de que el Hijo de Dios descansa sobre el hijo de María sin que éste sea Dios, San Cirilo de Alejandría hizo una serie de afirmaciones fundamentales: la naturaleza divina no se origina de la naturaleza humana ni se confunde con ella; la persona divina del Verbo no comienza a ser en el tiempo ni proviene de una mujer; Dios no es finito ni la divinidad
crece; Dios ha querido redimirnos y para ello se ha hecho hombre como nosotros: el Hijo de Dios se ha hecho hombre naciendo de María Virgen, pero no asumiendo un hombre
ni descansando en un hombre, sino que el Verbo de Dios se ha hecho hombre asumiendo todo lo nuestro, toda nuestra naturaleza, excepto el pecado del que ha venido a redimirnos; en consecuencia, es Dios mismo quien nace verdaderamente de María, así que María es Madre de Dios.