El culto y devoción a la Santísima Virgen es verdaderamente un elemento fundamental en la vida cristiana. Los cristianos deben recurrir a María depositando ante Ella sus plegarias, sus lágrimas y sus angustias, pidiéndole alivio y consuelo. Es un culto natural al corazón cristiano, una devota inclinación de ánimo, incluso una necesidad, porque ciertamente brota del corazón el amor a la Madre. Pero además, favorece un mejor conocimiento y amor de Cristo y es un claro signo de ortodoxia, la característica destacada de la verdadera fe y de la verdadera doctrina, una piedra de toque infalible para discernir a los defensores y a los negadores de Cristo. En parte por este motivo y en parte por su amor filial hacia su Madre, se trata de un culto sostenido por el mismo Jesucristo y que la Iglesia siempre ha promovido, enseñando a acudir a María constantemente.
Culto de hiperdulía.
Como es sabido, el culto tributado por la Iglesia Católica a la Santísima Virgen María, Madre de Dios, recibe el nombre de culto de hiperdulía (veneración especial): es distinto de la adoración o culto de latría (adoración), únicamente debido a Dios Uno y Trino, pero por otro lado es superior al culto de dulía o de veneración correspondiente a los santos y ángeles. Se trata, pues, de una veneración especial, por encima de la de todos los demás santos y ángeles, y el motivo es fundamentalmente su Maternidad divina y su relación con la Trinidad a consecuencia de ella, además de todos los privilegios derivados de esa prerrogativa y de la misión singular que debía cumplir en la Historia de la Salvación como Corredentora, Medianera de las gracias y Madre espiritual de los hombres.
La criatura más cercana a Dios
María es, en efecto, la criatura más cercana a Dios, que está por encima de toda alabanza y es venerada de un modo preeminente por la misión recibida por el Señor, por su unión con los misterios de Jesucristo, por la gracia y poder de que goza junto al Sagrado Corazón de su Hijo y junto al Padre celestial, por su santidad superior a la de los coros angélicos y por su gloria eterna mayor que la de los demás moradores del Cielo. Esto hace que el culto y el amor especiales de que es merecedora Nuestra Señora la hagan gozar de numerosos títulos, como “Refugio de pecadores”, “Madre de la divina gracia”, “vida, dulzura y esperanza nuestra”, “Abogada”, “Madre de misericordia”…
El venerable Pío XII lo expresaba bellamente con estas palabras: “Honrémosla, pues, reconociendo el brillo sin par de su hermosura, los primores de su bondad y lo irresistible de su poder. Por la excelsitud de sus virtudes y por la dignidad incomparable de su misión, reverenciémosla proclamando su grandeza, manifestándole nuestro respeto y pidiéndole su intercesión. Finalmente, imitémosla sin cesar en tan noble empeño […]” (Radiomensaje al Congreso Mariano Argentino, 12-X-1947).
María engrandece el culto a Dios
Lejos de disminuir el culto a Dios, el de María lo engrandece aún más si cabe y remite siempre a Él. San Rafael Arnñaiz, monje trapense sumamente devoto de la Virgen, decía: “Ama mucho a María y amarás más a Dios”. Todos los papas han exhortado a la devoción mariana, porque Ella es realmente “la obra maestra de Dios y el espejo más brillante de las perfecciones divinas”, como decía el citado Pío XII, ya que, al haber sido elegida desde la eternidad para ser la verdadera Madre de Dios, recibió todos los dones de la naturaleza y de la gracia. En consecuencia, bien entendido, el culto a María no sólo no resta nada a la gloria de Dios, sino que remonta inmediatamente a la misma gloria de Dios.