El prólogo del Evangelio de San Juan (Jn 1,1-18), al que nos hemos referido en el artículo anterior, es un maravilloso y sublime texto de teología que nos descubre al Verbo divino del eterno Padre y su Encarnación redentora.
El diálogo con el fariseo
Nicodemo (Jn 3,1-21): Nicodemo va a visitar a Jesús a escondidas, de noche, por miedo a que los otros judíos le acusen de ser un discípulo suyo (lo es a ocultas, aunque al final, igual que José de Arimatea, perderá el miedo: Jn 19,38- 39). Nicodemo le reconoce como
maestro, pero le indaga de dónde procede su poder y sabiduría, pues es consciente de que sólo puede venirle de Dios; y en el diálogo, Jesús le descubre la realidad del Hijo de Dios, el Hijo del hombre. Es un pasaje precioso para meditar personalmente y podemos hacerlo viéndonos cada uno de nosotros como Nicodemo: creyente cobarde, discípulo de Jesús a escondidas, que le busco y le pregunto sobre Él, sobre Dios, sobre la vida eterna, y Él me
descubre su divinidad.
El encuentro con la samaritana (Jn 4,1-45): Jesús sale al encuentro de esta mujer pecadora, que en cierto modo nos podría parecer «muy moderna», si entendemos por «moderno» su modo tan liberal de vida, que no es tan moderno realmente: ha cohabitado ya con cinco hombres en su vida y en el momento presente no está casada y vive con otro hombre nuevo. Jesús está en el pozo donde ella va a buscar agua, pero en realidad la está esperando allí, se hace el encontradizo, quiere abrirle su corazón, revelarle su condición de Mesías y el verdadero culto al único Dios, darle el agua viva que salta hasta la vida eterna y que la sanará. Cada uno de nosotros, al meditar esta escena, puede suponer que es la samaritana: Jesús sale a mi encuentro para sanarme y salvarme, para revelarme su divinidad y darme la gracia.
La vid y los sarmientos
(Jn 15,1-8) es otro pasaje que también nos puede ayudar a meditar, profundizar y contemplar el tema al que ahora nos acercamos. Jesús es la vid, de la que dependemos nosotros, sus sarmientos.
«Yo soy»
Al referirse a sí mismo, Jesús utiliza muchas veces una fórmula que es una expresión explícita de su divinidad: «Yo soy». La recoge sobre todo el apóstol y evangelista San Juan: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,35), «Yo soy el pan vivo bajado del cielo» (Jn 6,51), «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12), «Yo no soy de este mundo» (Jn 8,23), «Yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10,7.9), «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11), «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25), «Yo soy el camino, y la verdad y la vida» (Jn 14,6), «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador » (Jn 15,1), «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5),
«Yo soy rey» (Jn 18,37). Ya en el diálogo con la samaritana, al referirse ella al Mesías, Jesús le había contestado afirmando con contundencia: «Yo soy, el que habla contigo» (Jn 4,26). Jesucristo está dando abierto testimonio de sí mismo como Hijo y enviado del Padre, según lo recoge nuevamente San Juan: «Yo doy testimonio de mí mismo, y lo da
también el Padre que me ha enviado » (Jn 8,18). Más aún, asevera con claridad: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30). Y con sólo decir en el momento del prendimiento
en el Huerto de los Olivos: «Yo soy» (Jn 18,5.8), la turba que había ido a detenerle cayó a tierra. Todo ello es sin duda una afirmación constante de su divinidad, de su condición de Hijo de Dios, al emplear la misma fórmula con que Dios se había manifestado a Moisés
en el Horeb: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6); «Yo soy el que soy» (Yahveh / Yahvé) (Ex 3,14). Por eso Jesús dirá: «Si no creyereis que “Yo soy” moriréis en vuestros pecados » (Jn 8,24).