Pío XI instituye con la encíclica Quas primas (1925) la fiesta de Cristo Rey, pues considera que será la mejor manera de alcanzar el reconocimiento público de su Realeza, dado que las fiestas litúrgicas surgen como respuesta a las necesidades históricas de la Iglesia y del pueblo cristiano y que, además, tienen una gran fuerza para difundir las verdades de la fe. «Y si ahora ordenamos a todos los católicos del mundo el culto universal de Cristo Rey, remediaremos las necesidades de la época actual y ofreceremos una eficaz medicina para la enfermedad que en nuestra época aqueja a la humanidad. Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado laicismo, sus errores y sus criminales propósitos».
Deja claro Pío XI que éste no es algo nuevo, sino incubado desde hace mucho tiempo, porque se negó primero el imperio de Cristo sobre todos los pueblos, luego se negó a la Iglesia el derecho de enseñar, legislar y regir, posteriormente se fue equiparando la religión cristiana con las demás religiones falsas y colocándola al mismo nivel, más tarde se entregó la religión a la autoridad civil y se han proclamado Estados con una religión natural o incluso ateos… tal como el propio Papa ya denunció en su encíclica Ubi arcano.
La fiesta de Cristo Rey, según espera el Pontífice, contribuirá a acelerar el retorno de la humanidad a Dios estimulando a las fuerzas católicas y servirá «para condenar y reparar de alguna manera la pública apostasía que con tanto daño de la sociedad ha provocado el laicismo». La institución de la fiesta corona el año santo de 1925 y continúa en realidad una tradición, uno de cuyos hitos principales fue la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús por León XIII en 1900. Producirá sin duda grandes frutos para la Iglesia, que tiene derecho a una plena libertad e independencia; para la sociedad civil y el Estado, «porque la Realeza de Cristo exige que todo el Estado se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en la administración de la justicia y, finalmente, en la formación de las almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres»; y para los individuos, porque Cristo es Rey de todo el hombre: de su inteligencia, voluntad, corazón y sentidos.
La Realeza de María
Es obligado referirse a la Realeza de María Santísima y su dimensión social, en relación con la de su divino Hijo.
En 1936 se puso la primera piedra de la catedral de Port-Said, en el Canal de Suez, que habría de estar dedicada a «María, Reina del Universo». Al año siguiente fue consagrada y, con este motivo, Pío XI envió como regalo un collar de oro y perlas y permitió añadir a las letanías lauretanas la invocación Regina mundi, ora pro nobis. El Papa era plenamente consciente del rumbo que estaba tomando la situación universal: un alejamiento creciente respecto de Dios y de los valores del Evangelio, que indudablemente conducía a una catástrofe global, cuál sería la II Guerra Mundial. Y ante esta perspectiva dramática, que él pudo ir vislumbrando a lo largo de su Pontificado, comprendió que el recurso mejor que podían tener los cristianos era afirmar la soberanía de Jesucristo sobre todas las realidades del hombre e invocar a María como intercesora segura y eficaz.
Ya desde el inicio de su gobierno al frente de la Iglesia, expresó una intención que cumplió a lo largo de todo él: «Nos place conciliarnos el amor de la Madre nutricia de Dios, a la que desde niño queremos intensamente, con esta prueba de piedad, y comenzar nuestro Pontificado bajo su protección. […] La Virgen ama a los que la aman, y nadie puede esperar confiadamente su ayuda en la muerte si en la vida no se iniciare en su amistad, ora evitando la culpa, ora haciendo algo que ceda en su honor» (Carta Petis tu quidem, 1922). Esto mismo lo recordaría unos años más tarde al señalar que «desde el inicio de nuestro Pontificado, nuestra mirada y nuestro corazón fueron puestos en la dulcísima Virgen, única esperanza de común salvación, y no hemos cesado de exhortar a los fieles, cuantas veces se ofrecía la ocasión, a que constantemente tratasen de acrecentar su culto» (Carta Apostólica Cum feliciter, 1927).