El joven rey Enrique había asistido a la Santa Misa en la abadía de Santa María de la Confianza y ya se disponía a regresar a su palacio cuando un mensajero, jadeando, se presentó ante él.
- ¡Malas noticias, majestad! ‒dijo el recién llegado - El marqués Barbarroja ha vuelto a atacar el reino por el este, matando a nuestros vasallos, quemando aldeas y saqueando iglesias…
Desde su reciente coronación, el monarca no había enfrentado más que desgracias: contiendas con países vecinos, una fuerte sequía que amenazaba las cosechas e incluso una insurrección de su propio ejército, capitaneada por uno de los oficiales de mayor rango.
Acompañaba a don Enrique su primer consejero, el conde Juan. Era éste un noble sabio y venerable, que también había servido al rey Manuel, su padre. Conoció de cerca la firmeza inquebrantable del fallecido soberano, adquirida en mil y una batallas, afrontadas con gallardía a lo largo de los años, pero temía que su hijo, todavía joven, llegara a flaquear ante tantas dificultades. ¿Tendría fuerzas para enfrentar la cascada de desgracias con que comenzaba su gobierno?
- Ordena al comandante de infantería que movilice a las tropas. ¡Pronto iremos al encuentro de los invasores! - respondió el joven rey al emisario enfáticamente.
El experimentado consejero, no obstante, percibió en su tono de voz signos de desánimo.
Después de una profunda reverencia, el mensajero se marchó tan rápido como había aparecido. Ya a solas con el conde Juan, el monarca se mostró visiblemente abatido.
- ¡Ánimo, majestad! ‒le dijo el conde.
- ¡Ah!... Nunca me imaginaría, mi fiel Juan, que el yugo de la corona pesase tanto. Al ver la grandiosa calma con que reinaba mi padre, anhelaba ser un soberano fuerte y poderoso como él. Sin embargo, ahora que las riendas del reino están en mis manos, siento en mi propia piel cómo la vida del que gobierna está repleta de sufrimiento. Y por cada nueva dificultad que se presenta, me pregunto: ¿qué he hecho yo para ser obligado a soportar tan pesada carga? ¿Nunca voy a tener paz?
Y espoleando a su caballo el rey Enrique se dirigió al galope hacia su palacio, a fin de reunirse con su condestable y juntos hacer los preparativos para la guerra.
El noble consejero se quedó a solas en la puerta de la abadía, con el ceño fruncido y el espíritu sobresaltado. ¿Será verdad lo que acababa de oír? Semejante desahogo en boca de un campesino no tendría nada de extraordinario. ¡Pero qué alarmantes resonaban esas palabras al ser pronunciadas por un rey! ¿Se había desanimado el soberano? La mera perspectiva de que tal cosa llegara a suceder dejó tremendamente preocupado al conde Juan.
Al regresar a la capilla donde había asistido a Misa en compañía del monarca, el conde se arrodilló ante una imagen de la Santísima Virgen y le rogó que le inspirase un medio eficaz para fortalecer el ánimo del rey en esas terribles circunstancias.
Absorto se hallaba en la oración, cuando de repente se le ocurrió una idea. Se levantó satisfecho y pidió que avisasen a fray Luís, un miembro de aquella comunidad religiosa dotado de gran talento artístico. Le explicó que don Enrique cumpliría en breve 25 años y quería obsequiarle con dos cuadros que representasen las escenas que le iba a describir. Tendría que trabajar aprisa, porque faltaba poco tiempo para la fiesta.
Unas semanas más tarde, con los invasores expulsados definitivamente y la frontera este bien guarnecida y pacificada, el pueblo se preparaba para conmemorar con toda pompa el aniversario real. Después de la solemne Misa celebrada en la imponente capilla del palacio, los principales dignatarios del reino, representantes de las corporaciones de oficios, campesinos, artesanos y mucha gente del pueblo desfilaron por el salón de banquetes para rendirle homenaje al monarca y ofrecerle los regalos más diversos: tejidos, alfombras, joyas, espadas, pajaritos, panes y frutas de estación todos tan bien arreglados que parecían venir del Cielo.
Al final del cortejo venía el conde Juan, junto con un par de frailes que llevaban los cuadros. A su reverencia las conversaciones se interrumpieron y se hizo un enorme silencio. El conde se puso al lado del rey y le mostró ambas pinturas.
- Majestad - le dijo con voz ceremoniosa‒, todos sabemos que vuestro reinado ha empezado hace poco y que Dios os ha probado en este corto tiempo con numerosas adversidades, de forma que hasta ahora no habéis podido gozar de tranquilidad. Por ello, queremos obsequiaros con un cuadro, pintado con todo esmero por fray Luís, para que su alma encuentre un poco de alivio cuando lo contemple. Escoged, señor, entre estas escenas, la que para vos mejor represente la paz.
Los religiosos se aproximaron y el rey pudo admirar de cerca paisajes bastante diferentes: en el primer lienzo estaba representada una amplia llanura, verde como la esmeralda, con pinos graciosamente alineados, en cuyo centro había una agradable casita, no rica, pero tampoco pobre. En el cielo el sol brillaba sobre un azul turquesa, sin nubes, y un riachuelo cristalino color topacio corría con suavidad, bordeado por arbustos floridos que embellecían aún más el paisaje.
En el otro cuadro figuraba un alto y escarpado monte, pedregoso y sin vegetación. En sus acantilados las olas de un mar agitado golpeaban furiosas contra las rocas. El cielo estaba oscuro y tempestuoso. Pesadas nubes descargaban sus aguas sobre la tierra. En la cima, no obstante, indiferente a la tormenta, se erguía un castillo, iluminado por un único rayo del sol que cortaba la espesa niebla.
El rey miraba absorto, ora una escena, ora otra, entre tanto su consejero aguardaba imperturbable la decisión del monarca. Después de un tiempo de duda… terminó escogiendo el segundo. Aquel castillo firme, altanero e inquebrantable en medio de borrascas, era la más perfecta representación de la paz que tanto anhelaba. Había comprendido la lección: la verdadera paz está en el interior del hombre. Mientras el alma se halle con la conciencia limpia e iluminada por la gracia, nunca se dejará abatir por las dificultades de la vida.
Desde entonces, nuevos vientos de entusiasmo y valentía soplaron en el alma del rey Enrique y sus labios ya no pronunciarían jamás palabras de desaliento o de queja.