El grupo de monaguillos de la parroquia de Nuestra Señora del Amparo era muy numeroso y entusiasta. Todos los sábados tenían una reunión con el P. Romualdo que les contaba historias de la vida de los santos, milagros eucarísticos, así como intervenciones prodigiosas de la Virgen María a favor de sus hijos.
Mateo formaba parte de él. Había nacido en el seno de una familia muy unida y católica y desde pequeño había aprendido a rezar con fervor. Poco después de la Primera Comunión se convirtió en un dedicado monaguillo, ayudando siempre en las Misas con seriedad y compenetración.
En casa, solía escuchar a sus padres y a su abuela quejarse al ver cómo había tantos individuos en su ciudad alejados de la Iglesia por mera indolencia, sin que el párroco tuviera medios de evitarlo. Y pensaba: “De mayor quiero ser misionero. Iré a visitar a todas esas personas y les diré que no se pueden comportar de esa manera. ¡La Misa es tan bonita y vale tanto!”.
Conforme pasaba el tiempo ese deseo iba aumentando en su inocente corazón, produciéndole una enorme inquietud: tan sólo tenía nueve años y aún faltaba mucho para ser un hombre… ¿Por qué no empezar ya?
Al manifestarle su anhelo al P. Romualdo, a éste se le ocurrió la idea de crear un grupo infantil de misioneros con los monaguillos. Los sábados irían de casa en casa llevando estampas, medallas y alguna ayuda a los más necesitados. Rezarían con todos los miembros de la familia y aprovecharían la ocasión para invitarlos a la Misa dominical.
Mateo no cabía en sí de contento. Los demás niños también se animaron y cada semana salían en grupos de tres o cuatro, cantando y llevando alegría a los hogares. Estos pequeños y valientes evangelizadores enseguida se hicieron conocidos y amados por todos en la ciudad.
Habían pasado varios meses sin que el entusiasmo de los chicos hubiera disminuido. Sin embargo, llegó el invierno con sus lloviznas, neblinas y bajas temperaturas. Después de la comida del sábado, la cama caliente y acogedora preparada con cariño por las madres invitaba a un merecido reposo… El grupo de infantes misioneros iba reduciéndose paulatinamente.
Aquel sábado, especialmente gris, llovía y hacía frío y sólo Mateo y su amigo Santiago acudieron a la parroquia. El P. Romualdo admiró su valentía y su celo por las almas, pero los recibió con normalidad, como cualquier otro sábado.
Mateo se adelantó y dijo:
‒ Padre, si los demás no aparecen, no importa. Nosotros dos podemos formar una pareja sin problema. ¿Usted tiene estampas y medallas para repartir?
Y Santiago añadió:
‒ ¡Eso! No tenemos miedo de la lluvia ni del frío.
El sacerdote disfrazó su emoción y despidió a los niños con una bendición muy especial.
Los dos se fueron contentos, cantando y bien abrigados, sin desanimarse ante las puertas que no se abrían e incluso las ventanas que se cerraban estruendosamente, precedidas por voces malhumoradas que se quejaban del mal tiempo…
Al final de la tarde, tras recorrer bastantes casas, aún les quedaba una estampa, precisamente la de Nuestra Señora del Amparo. Por un momento pensaron regresar, pues la lluvia empezaba a apretar y el viento helado calaba hasta los huesos. Pero, ¿desistir faltando tan poco?
Entonces, Mateo le dijo a su amigo:
‒ Solo nos queda una… ¿Quién sabe si la Virgen la ha reservado para alguien muy necesitado? Vamos a llamar a la puerta de esa casa tan triste.
Al entrar en el jardín, los niños tocaron las palmas y gritaron con fuerza, pero no apareció nadie… Iban a darse ya la media vuelta cuando la puerta se entreabrió y un hombre de pelo cano y de fisonomía abatida les dijo titubeando:
‒ Buenas tardes…
Una alegría iluminó la cara de los chiquillos:
‒ ¡Buenas tardes! Hemos venido a traerle una sonrisa de la Virgen María. ¡Tenga, es nuestra última estampa!
El pobre hombre abrió de par en par los ojos y no dijo nada. Cogió la estampa y enseguida enormes lagrimones rodaron por su rostro gastado por los años. Los niños procuraron consolarlo contándole algunos hermosos ejemplos de la bondad de María y le dijeron unas palabras de ánimo. Después regresaron a la parroquia con el corazón exultante.
Ese domingo muy temprano, mucho antes de la primera Misa, el P. Romualdo fue sorprendido por la visita de un hombre bien vestido que le pedía la confesión. El buen sacerdote le atendió con mucha bondad y le ayudó a reconciliarse con Dios, tras haber estado muchos años alejado de los sacramentos.
Era el que vivía en aquella casa lúgubre. Cuando llamaron a su puerta, se hallaba horriblemente trastornado por sus problemas. Estaba ante la inminencia de cometer una locura. No obstante, la insistencia del que llamaba le obligó a interrumpir sus nefastos pensamientos para ir a abrir la puerta.
Cuando lo hizo, se encontró con la fisonomía angelical de dos niños que, sonriendo, empezaron a hablarle de las misericordias y del amparo de la Virgen. Y se dio cuenta de que allí estaba la solución a sus dificultades.
Ahora bien, sabía que su actual situación era consecuencia de ciertas deshonestidades que había cometido hacía algunos años. Y, con certeza, no podía esperar la indispensable ayuda de María sin antes reconocer su culpa y procurar reconciliarse con Dios… Una buena confesión le daría la oportunidad de dejarlo todo atrás y comenzar una nueva vida.
El sábado siguiente, el P. Romualdo le contó a su grupo de pequeños evangelizadores lo que había ocurrido. Los niños se quedaron impresionados. E hicieron el propósito de no desistir nunca más de hacer apostolado, cualesquiera que fueran los obstáculos. Porque cuando uno menos lo espera, Dios nos llama para ser instrumentos de salvación de aquellos que están a nuestro alrededor.
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)