El planteamiento acerca del uso correcto de los bienes de la Naturaleza por parte del hombre ha sido expuesto con claridad por el Magisterio reciente de la Iglesia, y de un modo especial por San Juan Pablo II. Por ejemplo, en su encíclica Centesimus annus (1991) afirmaba (n. 37):
"El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él. Esto demuestra, sobre todo, mezquindad o estrechez de miras del hombre, animado por el deseo de poseer las cosas en vez de relacionarlas con la verdad, y falto de aquella actitud desinteresada, gratuita, estética que nace del asombro por el ser y por la belleza que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado. A este respecto, la humanidad de hoy debe ser consciente de sus deberes y de su cometido para con las generaciones futuras.”
Ya en Sollicitudo rei socialis, n. 34 (1987), había incidido en la cuestión ecológica con las siguientes consideraciones:
“El carácter moral del desarrollo no puede prescindir tampoco del respeto por los seres que constituyen la naturaleza visible y que los griegos, aludiendo precisamente al orden que lo distingue, llamaban el ‘cosmos’. Estas realidades exigen también respeto, en virtud de una triple consideración que merece atenta reflexión. La primera consiste en la conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados […] como mejor apetezca, según las propias exigencias económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos. La segunda consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también, de la limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como suele decirse, renovables […]. La tercera consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de desarrollo sobre la calidad de vida en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el resultado directo o indirecto de la industrialización es, cada vez más, la contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la salud de la población. Una vez más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de ‘usar y abusar’, o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de ‘comer del fruto del árbol’ (cf. Gen. 2, 16 s.), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo no puede prescindir de estas consideraciones […], las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo”.
Un párrafo del reciente Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004; n. 460) termina por resumir bien todo esto que venimos viendo:
“Si el hombre interviene sobre la naturaleza sin abusar de ella ni dañarla, se puede decir que ‘interviene no para modificar la naturaleza, sino para ayudarla a desarrollarse en su línea, la de la creación, la querida por Dios. Trabajando en este campo, sin duda delicado, el investigador se adhiere al designio de Dios. Dios ha querido que el hombre sea el rey de la creación’ (Juan Pablo II, Discurso a la 35ª Asamblea General de la Asociación Médica Mundial, 29-10-1983). En el fondo, es Dios mismo quien ofrece al hombre el honor de cooperar con todas las fuerzas de su inteligencia en la obra de la creación”.