En una pintoresca cabaña aislada entre altas montañas vivía una humilde familia, cuya nobleza y rectitud de carácter eran su tesoro más precioso. Joaquín y su esposa, Constancia, trabajaban durante las temporadas de invierno en el albergue de una estación de esquí cercana y el resto del año lo pasaban como podían, sacando parcos frutos de esa bendecida región, aunque algo inhóspita.
La pequeña Margarita, hija del matrimonio, había aprendido la importancia de que todos debían colaborar, cada cual, como podía, en el sustento del hogar y, a pesar de sus 7 años, no escatimaba esfuerzos para ayudar a sus padres.
Como contrapartida, el ambiente montañés hacía que se sintiesen más cercanos al Cielo, llevándoles a meditar en la omnipotencia y bondad de Dios por haber creado tantas maravillas: atardeceres de una belleza fantástica, encantadores riachuelos y cascadas, verdes praderas salpicadas de flores doradas y blancas en primavera y un blanco y silencioso manto de nieve en invierno…
Una buena persona
Un día, cuando estaban trabajando en el albergue, vieron que se acercaba a la recepción un pobre hombre vestido con ropas muy gastadas. Solicitaba que le acogieran sólo por una noche. Parecía una buena persona, aunque de pocos recursos. Decía que se había perdido y, como no tenía dinero para pagar el hospedaje ni salud para pasar la noche al relente en aquellas frías montañas, no le quedaba más remedio que pedir refugio por caridad.
El propietario de la posada, Antonio, tuvo un primer movimiento de compasión y pensó auxiliarlo, pero enseguida le vinieron a la memoria algunos casos recientes en los que su ayuda a desconocidos le acarreó numerosas complicaciones. Entonces consideró más prudente negárselo. Sin embargo, Constancia, que había discernido en la mirada y en la voz del forastero su sinceridad, decidió de buena gana acogerlo en su modesta casa.
Al día siguiente, muy temprano, mientras el huésped aún dormía, Joaquín mando a Margarita a la aldea a buscar pan y un poco de queso fresco para el desayuno de la inesperada visita. Dispuesta, como siempre, a atender el recado de su padre, se puso inmediatamente la capa, cogió las monedas que le había dado y se fue a toda prisa.
Descendió con agilidad por los sinuosos atajos que conocía bastante bien y en poco tiempo llegó a la entrada de la aldea. Pero, cuando ya estaba cerca de la panadería, se dio cuenta de que las dos monedas que traía para pagar las compras ya no estaban en su bolsillo. Sin otra reacción que la vergüenza y el desaliento, se puso a llorar desconsoladamente. ¡Cómo podía haberse distraído y perder ese dinero, fruto del arduo trabajo de su padre!
Tan entristecida estaba que no vio que se aproximaba un respetable señor bien abrigado, con un gabán oscuro, que tras quedarse mirándola bondadosamente unos instantes le preguntó la causa de su aflicción. Margarita, con la voz entrecortada, le explicó lo sucedido:
‒ Chiquilla, no llores por tan poca cosa ‒ le dijo el desconocido. Aquí tienes dos monedas iguales a las que has perdido. Ten y vete enseguida a hacer lo que tu padre te ha encargado.
‒ Señor, las acepto porque no me queda otra salida. Pero soy pobre y no tengo nada para darle a cambio. Le pediré a Jesús, cuando rece esta tarde el Rosario con mi madre, que se lo recompense con su bendición.
‒ Haces muy bien en rezar el Rosario con tu familia. Voy a encomendarte ahora muy particularmente en la Misa y así lo haré los próximos días.
Sólo entonces Margarita se dio cuenta de la sotana que su bienhechor vestía por debajo del chaquetón y comprendió que se trataba de un ministro de Dios. Seguramente era el nuevo párroco que estaban esperando en la aldea desde hacía tiempo… Y, por lo visto, la prolongada espera había valido mucho la pena.
Radiante de alegría
Mientras el sacerdote se iba alejando lentamente, Margarita, radiante de alegría, salió corriendo a la panadería con las monedas bien apretadas entre las manos. Compró el pan y el queso fresco y se puso en camino con presteza, temerosa de retrasar demasiado la comida.
Al llegar a la senda del bosque, ya de regreso, vio que algo brillaba sobre la nieve. Eran sus dos monedas perdidas. Sin dudarlo, volvió rápidamente a la aldea y se las entregó al cura, que ya se encontraba en la iglesia, contándole cómo las había encontrado.
Edificado con la integridad de la pequeña, rechazó aceptarlas, y le dijo:
‒ Llévaselas a tus padres, que no deben de ser ricos. A mí no me hacen falta. Y diles también que tengo mucho deseo de conocerlos. Una niña tan honrada debe tener una familia muy virtuosa.
La pequeña se ruborizó por el elogio inesperado y volvió a casa sin tardanza.
Su padre la estaba esperando afligido por el retraso. Cuando llegó la estrechó entre sus brazos mientras oía asombrado todo lo ocurrido. Su esposa y el huésped escuchaban atentamente las palabras de la niña.
Un santo varón de Dios
‒ ¡Qué alegría saber que ya tenemos un nuevo párroco! ‒ afirmo Constancia.
‒ Sin duda, debe ser don Serafín, un santo varón de Dios ‒respondió muy seguro el visitante.
Todos le miraron sorprendidos, y añadió:
‒ Soy su sacristán. Cuando iba a cambiarse de parroquia, le pedí unos días de permiso para ir a visitar a mi familia, pero durante el viaje me perdí completamente, por eso vine a parar aquí. Y ya casi estaba desistiendo de averiguar el sitio donde se encontraba ahora. Si usted, Joaquín, no hubiera mandado a su hija a comprar pan y ella no hubiese perdido las monedas, tal vez nunca lo hubiera encontrado.
Después de la alegre convivencia del desayuno, el matrimonio, la niña y el sacristán bajaron a la aldea.
Conocieron a don Serafín, recibieron su bendición y, desde ese día, se estableció entre el bondadoso sacerdote y la familia un particular vínculo de afecto.
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)