Dostoievski atravesó incontables penurias a lo largo de su vida. A los 18 años, sus dos padres ya habían fallecido; pasó algunos años como prisionero en Siberia, donde estuvo a punto de ser ejecutado junto a otros reos, justo antes de que una absolución imprevista del zar de Rusia los salvara en el último momento; padeció dolorosos ataques de epilepsia desde los 25 años; fue un adicto declarado al juego; perdió a su primera hija cuando apenas contaba tres meses de edad; y, entre otras cosas, vivió largas épocas de escasez económica.
Hay historiadores, de hecho, que achacan el éxito literario de Dostoievski a las múltiples desgracias que experimentó en vida y que creen descubrir en los libros del autor ruso el simple reflejo de todo ese sufrimiento. Pero, a mi modo de ver, su enorme talento como escritor iba más allá: si Dostoievksi se ha perpetuado en el tiempo es porque supo crear personajes complejos como los de la vida misma, llenos de contradicciones, ambiciones e incoherencias. Dibujó caracteres de carne y hueso. No se anduvo con rodeos ni romanticismos. Su estilo realista intentó –y a menudo lo consiguió- retratar los deseos que mueven al alma humana, las debilidades que puede sentir y los miedos que a menudo la acongojan. Y sobre todo mostró cómo, pese a tal fragilidad, cualquier persona es capaz de elevar los ojos a lo sobrenatural, a Dios, para buscar respuestas definitivas y encontrar un fundamento sólido que justifique la existencia propia y la del prójimo.
De ambas dimensiones, las concupiscencias de la vida terrenal y la verdad de Cristo y la Redención, habló Dostoievski en casi todos los títulos que publicó. Creo que nosotros, católicos o no, podemos aprender muchas lecciones a partir de los textos del ruso. Además, y sin incurrir en el relativismo, Dostoievski se propuso eludir cualquier juicio condenatorio acerca del prójimo. A fin de cuentas, Dios es el único que tiene derecho a juzgar las conciencias y las intenciones que estimulan a toda alma humana, y por eso mismo también a perdonar.
Jesucristo nos lo pidió expresamente: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados” (Lc 6,37). Por más reprobables que sean las conductas de algunos, no es nuestra tarea recriminársela.
Así lo suscribe Dostoievski en boca de Marmeládov, uno de los personajes de “Crimen y castigo”: “Juzgará Dios a todos, a buenos y a malos, a los prudentes y a los humildes. Y cuando los haya perdonado, entonces también nos llamará a nosotros: «¡Salid vosotros!», nos dirá. «¡Que salgan los borrachos, que salgan los miedosos, que salgan los impúdicos!». Saldremos todos, sin avergonzarnos, y nos pondremos de pie. Dirá: «Sois unos cerdos. Tenéis la imagen y el sello de la Bestia; pero ¡acercaos también vosotros!». Exclamarán los sensatos, exclamarán los razonables: «¡Señor! ¿Por qué admites a éstos?». Y dirá: «Pues los acepto, sensatos; los acepto, razonables, porque ninguno de ellos se ha considerado digno de ser recibido…»”.