Sin duda, el confinamiento y las restricciones a las que fuimos sometidos los ciudadanos
de la inmensa mayoría de países por culpa del Covid-19 han traído cambios de fondo en nuestros hábitos laborales, sociales y familiares. Creo que a todos nos sirvió para reflexionar sobre el valor y el tiempo que dedicamos a nuestras responsabilidades en el trabajo y sobre el rol que desempeñamos como padres, hijos, esposos y hermanos, entre otros.
En lo que a mí respecta, ahora que parece que lo peor ha pasado y que podemos echar la vista atrás para poner las cosas en perspectiva, la pandemia me ha permitido reconsiderar
en serio qué entiendo por libertad. Porque vivimos imbuidos en la cultura contemporánea de que cuantas más libertades físicas tengamos más felices seremos. ¿Diríamos, entonces, que este año y pico de limitaciones nos ha hecho menos alegres? ¿Que todas las restricciones vividas nos convirtieron en seres totalmente infelices? Pienso que hay de todo: a algunas personas sí, por supuesto, pero en cambio otras han tenido la posibilidad de pararse a pensar, de mejorar las relaciones intrafamiliares, de cultivar el espíritu y, por qué no, la fe.
No caigo en ingenuidades. Claro está que han sido momentos muy duros, llenos de fallecimientos de gente cercana, de sacrificios admirables hechos por doctores, enfermeras, camilleros, choferes de ambulancias… y, aun así, quizá hemos extraído la lección maravillosa que Cristo nos quiso dar también desde la Cruz hace 2000 años: enmedio del dolor, de la incomprensión intelectual que provoca el sufrimiento arbitrario que puede causar la naturaleza, somos capaces de amar libremente. Podemos afrontar las dificultades y las penas con una sonrisa o con una visión desesperanzada.
Las libertades externas, las puramente físicas, no son las más importantes. Y no lo digo yo, sentado frente a un ordenador desde la comodidad de una casa de un país de- mocrático, sino tantas y tantas personas que pasaron décadas encerradas en prisiones infectas, con poquísimo que llevarse a la boca: desde Nelson Mandela hasta Miguel de Cervantes, pasando por santo Tomás Moro y san Maximiliano Kolbe. Todos ellos supieron encontrarse a sí mismos, a menudo apoyándose en Dios, y comprendieron que sus libertades decisivas nunca estuvieron mermadas del todo por imposiciones externas. Al final, en lo más hondo de nuestro corazón, de nuestro intelecto y de nuestra conciencia somos capaces de amar o de odiar, de desear el bien o de inclinarnos por el egoísmo que, a la postre, no conduce a nada valioso.