Sin dejarla escrita o reunida en ningún libro dictado por Él. Esto lo hizo para enseñarnos que había confiado en el depósito de su doctrina a los Apóstoles, esto es, a la Iglesia, a quien concernía proponerla a los fieles.
Cerca de ocho años después de la muerte del Salvador, el Apóstol San Mateo y algunos de los primeros discípulos se pusieron a escribir algunos libros que, juntos, forman lo que se conoce con el nombre de Nuevo Testamento. Estos escritos contienen los cuatro Evangelios: San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan, las Actas de los Apóstoles, catorce Epístolas de San Pablo, dos de San Pedro, una de Santiago, una de San Judas y por último, tres epístolas y el Apocalipsis de San Juan.
Estos libros han sido inspirados por Dios, sin embargo, en ellos no se contienen todas las verdades enseñadas por Jesucristo, ni se contienen de un modo explicito. Las otras verdades fueron legadas, como depósito sagrado, por los Apóstoles a sus sucesores.
Por estas razones, cuando la Iglesia propone un nuevo dogma, lo saca de la Sagrada Escritura y de la tradición que le ha sido confiada; y este dogma es nuevo en cuanto a la obligación de creerlo, pero en sí es tan antiguo como Jesucristo y los Apóstoles. Tal es el dogma de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María y el de la Infalibilidad Pontificia.
Milagros de San Pedro
Los milagros eran los principales medios de que se valían los Apóstoles para demostrar la verdad de la doctrina que predicaban, y al mismo tiempo para mover a los pueblos a abrazar esta Religión que ofrecía señales tan ostensible del poder de Dios. San Pedro, por otra parte, obraba milagros tales, que no se lee haberlos obrado iguales el mismo Salvador. Era tan grande la multitud de los cojos, ciegos, sordos y enfermos de toda clase que se le presentaban, que no era posible acercarse a él. Por esto los llevaban en la cama a las calles o plazas, por donde tenía que pasar San Pedro, para que al menos les tocara su sombra; bastaba esto para curarlos.
Asombroso, es, entre otros, el milagro obrado por él en Joppe, resucitando a una mujer, llamada Tabita, conocida con el nombre de Madre de los Pobres. Habiendo quedado viuda esta mujer cristiana, empleaba sus haberes en obras pías en favor de los menesterosos. Inconsolables los pobrecitos por haber perdido a la que les hacía las veces de madre, mandaron llamar a San Pedro para que viniese a resucitarla. Llegado a la casa de la difunta, le rogaron un gran número de mendigos que, llenos de dolor, le mostraban los calzados y vestidos con los que los había cubierto la difunta. Pedro lloró con ellos y puesta su confianza en Dios, se acercó al cadáver y le dijo en voz alta:
–Levántate, Tabita.
Al instante Tabita abrió los ojos y se sentó. Esparcida la voz de este milagro, casi todos aquellos ciudadanos se convirtieron a la verdadera fe.