Usted está aquí

Los más ignorados y amorosos

Escritor

No es difícil imaginar qué difícil se les tiene que hacer a dichas personas ver la ingente cantidad de publicidad, canciones, decoraciones y frases bonitas que sólo hablan de armonía y bienestar, mientras por dentro (y a menudo por fuera) llevan auténticos calvarios.

En realidad, todo el asunto de la Navidad tiene mucho de paradójico, porque aunque el motivo último consiste en celebrar la llegada al mundo del Hijo de Dios en una cueva perdida de Oriente Medio hace más de dos mil años, en muchos puntos del mundo -quizá más, si cabe, en Occidente-nos obsesionamos con priorizar los regalos materiales, el “amigo invisible”, las comidas fastuosas, los disfraces y eventos aparatosos. Complicamos, en una palabra, lo sencillo. Llenamos de artificio una conmemoración que debería estar cargada de desprendimiento, de pura y llana generosidad.

Si la cultura en la que estamos inmersos tiende a la inmediatez, lo pasajero y lo superficial, la época navideña no hace sino agudizar eso. Por eso tal vez la mejor receta contra ese mal sea la oración: darnos, durante el tiempo de Adviento y de Navidad, espacios para la reflexión frente al Nacimiento. En esos momentos de calma, meditando sobre la realidad misteriosa y alucinante de la Epifanía, probablemente nos removamos en nuestro interior al tomar conciencia del valor de la Navidad. ¿Hay algo más meritorio que ver a Dios Hijo llegar a la Tierra sin atenciones médicas ni mediáticas, con el único cuidado del amor infinito dispensado por una hermosa y humilde joven y un discreto carpintero?

¿Saben de dónde viene la tradición del Belén o del pesebre, tan expandida por el mundo entero? Pues es muy posible que de San Francisco de Asís, quien en el siglo XIII tuvo la inspiración de reproducir el nacimiento de Jesús en una pequeña gruta que hoy se conoce como santuario de Greccio, en Italia.

Dudo mucho que el conocido como “santo de los pobres” fuera pionero de los pesebres y belenes por casualidad. No hay ni habrá mayor ejemplo de desprendimiento y sobriedad que el de la Navidad. Y cuando estemos tentados de prodigarnos en obsequios excesivos con quienes nos rodean o con nosotros mismos, volvamos la cabeza y el corazón hacia esa gruta ignorada de Belén, hacia el prójimo ignorado o humillado, hacia el enfermo, hacia esos pastores anónimos que, como hicieron análogamente con Jesús hace dos milenios, están dispuestos a sufrir con amor y, sufriendo, a amar sin límites.