Entre el deleite del sueño y el agotamiento, madre e hija descansan, la una vuelta hacia la otra, sumergidas en un mar de blancos del que solo sobresalen la pequeña cabeza sonrosada de la recién nacida y la de la madre de una sutil lividez. El lienzo conmemora el nacimiento de Elena, la menor de los tres hijos del artista, el 12 de julio de 1895.
Apenas unos días después del alumbramiento y con Clotilde todavía guardando cuarentena, el pintor realiza un jugoso e instantáneo apunte del natural. Con los ojos entreabiertos, inerte bajo las vaporosas sábanas de algodón y extendiendo su mano hacia el bebé, sintiendo su calor, Clotilde escucha el rumor de los pinceles que se deslizan rápidos sobre un pequeño lienzo, plasmando aquel momento eterno. Se sabe amada y protegida.
Tiempo después, este boceto serviría de base para un lienzo de grandes proporciones: una escena entrañable, tierna y de gran intimidad con la que el pintor demostró, una vez más, el amor que sentía hacia su familia, su única pasión junto a la pintura.
Mediante su manejo de la luz y el color, Sorolla transmite intensas sensaciones físicas y climas anímicos igualmente intensos. La emoción del padre-marido y la mirada del pintor se han fundido en esa luz tamizada que acaricia esa blancura de donde emergen las dos cabezas, como si el mundo entero desapareciera ante la intimidad absorbente de ese momento de recogimiento. Sus cuerpos se insinúan medio entre sombras y matices de color en un lecho que se recorta sobre el fondo: una pared desnuda y también gris.
Una penumbra fresca envuelve la escena como una bendición. Tras los trabajos del parto, reina ahora el alivio, el descanso, la felicidad.
Una composición tan sencilla como genial, expresada a través de una reducida paleta de grises que el artista matizó con veladuras, transformando ese impulso sencillo de un recuerdo familiar, íntimo y personal en una asombrosa y audaz obra de irresistible belleza visual. Su contemplación nos sumerge en una atmósfera de profunda paz, silenciosa, simbolizada en el sueño plácido de la recién nacida, que nos trae el perfume y la añoranza de la más tierna inocencia.
El mayor atractivo de este lienzo de Joaquín Sorolla (1863-1923) lo constituye la esplendorosa sinfonía de gamas de blancos que Sorolla despliega en toda la superficie de la tela, matizada con todas sus veladuras, desde la blancura de la lencería que viste el lecho, sobre la que se recortan las dos cabezas del bebé y su madre, que extiende el brazo para acariciarla, hasta los mismos muros de la alcoba, envuelta en una clara penumbra, que subraya la ternura plácida de su argumento. Sorolla lo presentó en la Exposición Nacional de 1091, junto con otras obras señeras pintadas por aquél entonces. El pintor Aureliano Beruete afirmó con toda justicia que Madre “está entre los cuadros capaces de dar fama perdurable a cualquier artista y de colocar su nombre al lado de los mejores maestros”.
Extractado, en parte, de la reseña de José Luis Diez en la obra “Joaquín Sorolla 1863-1929”. Museo Nacional del Prado, 2009.
Apunte tomado del natural en 1895 y cabeza de bebé fechada en torno a 1900, que servirían de base para su obra posterior.