Si recorriésemos los pintorescos paisajes de la Francia de otros tiempos, seguramente nos iríamos encontrando por el camino con numerosos castillos y palacios, ora ocultos en un frondoso bosque, ora descollando altaneros en medio de los campos primorosamente cultivados. Soberbios edificios y llenos de vitalidad, centros de la sociedad comarcal de la época.
Uno de esos monumentales castillos, levantado sobre una suave colina, pertenecía a la condesa Isabel. Siendo muy joven, había perdido el esposo que Dios le había dado por compañero, y desde entonces había hecho el voto de mantenerse para siempre en ese estado, sin contraer segundas nupcias. Se dedicaba de cuerpo y alma a la oración, a la penitencia y a la práctica de obras caritativas, cuidando a enfermos y necesitados, y enseñando catequesis a los niños del condado. No medía esfuerzos para hacer el bien y era amada por todos sus súbditos, a los que favorecía, sin distinción, con la bondad de su mirada y con el consuelo de sus consejos.
Por ser la única heredera de las posesiones de la familia, decidió reservar para sustento propio y de la servidumbre tan sólo una pequeña parte de su fortuna. El resto lo repartió entre los pobres, depositando toda su confianza en la protección de la Virgen, Madre de Misericordia, a quien oraba sin parar y con ardor. Y aunque se preocupaba en mantener el edificio con la dignidad y el esplendor necesarios, personalmente vivía de una manera austera.
La vida transcurría en su rutina habitual cuando en el país fue coronado un nuevo rey. Meses después de haber ocupado el trono, el monarca salió de caza. Lo acompañaban numerosos soldados, siervos y mensajeros, todos vestidos con los trajes más bonitos y variados, según su función o categoría. La cacería se prolongó desde poco antes del amanecer hasta casi la puesta del sol, sin que pudieran contar con una sustanciosa comida. Como estaban cerca del castillo de Isabel, uno de los consejeros reales sugirió que se detuvieran allí para pedir algo de alimento, suficiente para reparar fuerzas, antes de regresar al palacio.
El rey accedió y envió a dos emisarios para anunciar su llegada. Cuando la condesa supo de la regia visita se quedó muy preocupada, porque no tenía nada en su despensa que fuera digno del soberano. Su alimento era pan de cebada y su bebida el agua más pura. ¿Qué le iba a servir al monarca y sus cortesanos si ni siquiera había pan para tanta gente?
Angustiada en extremo, se arrojó a los pies de su queridísima protectora, la Virgen, Consuelo de los Afligidos y le suplicó:
‒ Oh, María Santísima, Vos estáis viendo en qué apuro me encuentro, porque no tengo lo necesario para tantos y tan nobles comensales. Mostradme ahora que sois Madre de Misericordia y que nunca desamparáis a quien quiera que recurra a vos con verdadera fe y entera confianza.
Mientras Isabel oraba así, una dama hermosísima, seguida de un amplio séquito de pajes y doncellas, se había detenido en el puente levadizo del castillo. Llevaban suntuosas bandejas de oro y plata, con los manjares más deliciosos: jabalí, cordero, faisán, ciervo, todos sazonados con una perfección excepcional; vinos, champán y licores de los mejores, embotellados en recipientes de finísimo cristal. Se lo enseñaron todo al mayordomo y le pidieron permiso para entrar. Completamente absorto con lo que veía no sabía qué responder, pero ante la bondad y cortesía de esas nobles figuras no cabía otra actitud sino la de dejarlos pasar.
Tras haber depositado dichas iguarias en la cocina y encendido el inmenso fuego que hacía tanto tiempo no se usaba, los desconocidos se dirigieron al gran salón que en las ocasiones muy especiales hacía las veces de comedor, y se pusieron a preparar y decorar las mesas, a iluminar el recinto con velas y adornarlo con ricos tapices de terciopelo que ellos mismos habían traído.
Apenas había tenido tiempo el mayordomo de comunicar a la condesa Isabel lo que estaba pasando cuando sonaron muy cerca del castillo las trompetas de la comitiva real, anunciando la inminente llegada del monarca. Ambos acudieron a la puerta, donde con una gran reverencia la condesa lo recibió y lo invitó a entrar en el salón sin saber a ciencia cierta qué es lo que se iban a encontrar…
Sin embargo, al abrirse las puertas, un admirable espectáculo se descortinó ante los ojos de todos: decenas de candelabros iluminaban las mesas cubiertas con manteles del más fino lino. Selecta y elegante vajilla y fuentes delicadamente labradas que contenían aquellos exquisitos manjares.
Rezaron para agradecerle a Dios los alimentos recibidos ‒cuya procedencia desconocían‒ y se sentaron para empezar la comida. Mientras conversaban animadamente y probaban los sabrosos platos, la misteriosa dama supervisaba el servicio de sus acompañantes que atendían las mesas. La condesa ardía en deseos de acercarse a ella para preguntarle quién era y agradecerle tan insigne favor. No obstante, sería irrespetuoso que siendo la anfitriona se apartase de la compañía del rey, aunque fuera por un momento.
Ahora bien, bastó que terminara la cena para que la dama y sus servidores desaparecieran como por arte de magia. El mayordomo estaba tan asombrado y gozoso con lo que había ocurrido que ni se le pasó por la cabeza preguntarles a los distinguidos personajes quiénes eran, de dónde habían venido o cómo supieron que la condesa estaba pasando por tales dificultades…
Antes de marcharse, el rey quiso agradecerle a la condesa tan inusual acogida. La felicitó por el banquete y le preguntó dónde había conseguido esos manjares, en tan pródiga cantidad y calidad, y servidos con tanto primor. Isabel, humilde como era, no le ocultó al soberano lo que había pasado y le respondió con toda franqueza:
‒ Majestad, tan pronto como supe que veníais, me arrodillé ante la imagen de la Virgen y le supliqué que tuviera pena de mí, porque únicamente tenía un poco de pan de cebada para ofreceros. Al ver lo que había acontecido, me quedé tan sorprendida como vos. Y Ahora no puedo dudar de que fue Ella misma la que vino en mi auxilio, acompañada de ángeles en forma de pajes y de almas de doncellas. Ellos fueron los que os sirvieron y al final de vuestra cena, ¡desaparecieron!
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)