Eso hace que, como tantas otras verdades que nos han inculcado a una edad temprana, lo tengamos asumido y, sin embargo, no interiorizado de verdad. Como cuando nos dicen que la Tierra gira alrededor del Sol: parece una verdad de Perogrullo y, pese a todo, no nos detenemos a valorar con calma el sentido y las implicaciones de una afirmación tan jugosa.
Viajar por el mundo ayuda a ensanchar horizontes y, de paso, a reconsiderar el papel de la Iglesia en aquél. Personalmente, he tenido la oportunidad de comprobar las costumbres y liturgias de hermanos católicos nuestros en lugares alejados de España como Tallín (Estonia), San Petersburgo (Rusia), Yangon (Myanmar) o Siem Reap (Cambodia), y siempre me ha producido una gigantesca mezcla de sorpresa, respeto, admiración y alegría ver que apenas existen diferencias: la hermandad católica es una realidad, una prueba más de que la Providencia y el Espíritu Santo están detrás, guiándonos e inspirándonos, sin importar el origen y la cultura a la que pertenezcamos.
Ir a misa un domingo en Madrid no difiere mucho de hacerlo en Hawaii o en Bangkok, y en el momento de la paz, por ejemplo, se palpa esa empatía y ese amor fraterno que Dios nos ayuda a regalarnos entre los cristianos. Lo mismo ocurre en las multitudinarias Jornadas Mundiales de la Juventud, adonde llegan fieles de más de un centenar de países unidos por una misma fe.
Conviene no olvidar, a fin de cuentas, que el Artífice de ese mensaje y de esa forma de vivir la fe no es otro que Cristo. Y el lenguaje que propone, el del amor al amigo y al enemigo, que fue sumamente revolucionario en la época en que Él vino a la Tierra, cuando preponderaba el razonamiento del ojo por ojo, diente por diente, es universal. Hoy en día la inmensísima mayoría de las personas entendemos que lo que triunfa de verdad, lo que deja un verdadero legado en quienes nos rodean incluso cuando dejamos este mundo, son las obras de caridad.
Ser buenas personas y procurar el bien a todos. Ése es el idioma que todos entendemos y deseamos: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36). ¿A quién le puede disgustar eso? Sólo así se entiende que los primeros cristianos, bajo la guía del Espíritu Santo, pudieran difundir la fe de una manera tan eficiente, clara y ejemplar, ante la que gentes de todo origen y condición quedaron maravilladas.