La Maternidad divina de María fue proclamada dogmáticamente en Oriente, concretamente en el Concilio de Éfeso (431). Esta verdad de la fe católica sostiene que María es verdadera Madre de Dios, un título inefable que le confiere una dignidad suprema entre las criaturas. Nuestra Señora dio a Cristo un cuerpo de carne: la Persona divina del Verbo asumió la naturaleza humana y, así, la naturaleza humana y la naturaleza divina quedaron unidas hipostáticamente en la Persona divina del Verbo,. Por eso puede decirse con razón y verdad que María es Madre de Dios, frente a lo que el nestorianismo había especulado.
Y si Cristo es la Cabeza del Cuerpo, Ella, como “Madre corporal de nuestra Cabeza”, será entonces “Madre espiritual de todos sus miembros”.
María dio su pleno y libre consentimiento al plan por el que Dios quiso escogerla por Madre del Hijo Unigénito, y lo hizo al pronunciar su “fiat” en nombre del género humano. Por este motivo, como señaló el Venerable Pío XII: “Los orígenes de las glorias de María, en el momento culmen que ilumina toda su persona y su misión, es aquel en que, llena de gracia, dirigió al arcángel Gabriel el fiat que manifestaba su consentimiento a la divina disposición; de tal forma que Ella se convertía en Madre de Dios y Reina y recibía el oficio real de velar por la unidad y la paz del género humano” (Alocución Le testimonianze en la Basílica de San Pedro, 1-XI-1954).
Tal consentimiento lo dio llena del Espíritu Santo, acogiendo sin titubeos las intenciones divinas respecto de su persona y respondiendo a ellas sin reserva. Ahora bien, lo magnífico de este “fiat” de María es también que le hizo ser consciente de la grandeza de su misión, como esclava del Señor para ser Madre suya. El mismo Papa había dicho también: “Apenas el ángel Gabriel le ha transmitido el mensaje del Cielo, os es dado contemplar a la esclava del Señor, considerando bien la sublime dignidad y el alto oficio al cual es llamada: Madre gloriosa de Cristo, Madre dolorosa del Redentor, al pie de la Cruz, Madre de la Humanidad doliente y miserable, auxilio de los cristianos, refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos. Consciente de tanta grandeza y de tanta responsabilidad, la Virgen asiente sin titubeos a las palabras angélicas” (Alocución a las Hijas de María, 25-X-1942).
Esa conciencia de su misión como Madre de Dios la demostró en varios episodios de su vida: su soledad oculta de Nazaret, la Visitación a Santa Isabel, las bodas de Caná, el Calvario.
Grandeza y exigencias de la Maternidad divina
Sin lugar a dudas, la Maternidad divina es una dignidad suprema e infinita. Es lógico, pues, que se exalte la sublime dignidad que la Madre de Dios obtiene sobre todas las criaturas.
La Maternidad divina está directamente ordenada a la unión hipostática y es el más alto destino de una pura criatura, porque supera inmensamente todo lo que cualquiera de ellas pudiera alcanzar de un modo natural. Se trata de un milagro único, por el que, a la gracia de la Virginidad se agregó, por milagro singular, la otra de la divina Maternidad.
Tal milagro se ha producido sin mérito por parte de María, ya que es una gracia venida absolutamente de Dios, si bien aceptada libremente por Ella con su “fiat”. Pero además, no deja de ser maravilloso que el Hijo de Dios se dignase recibir sus enseñanzas humanas en la santa casa de Nazaret.
María es, sin duda, la Madre más digna, porque así convenía que fuera la Madre del Redentor; de ahí su exención del pecado original (su Concepción Inmaculada).
Por todo ello, la Maternidad divina, es la razón de todos los dones y prerrogativas de María, y primeramente del amor de Jesús a Ella. Es la causa, como se acaba de decir, de la Inmaculada Concepción de María, porque tal convenía que fuera la Madre del Redentor para que a Él no le fuera transmitido el pecado original. Y es por eso, asimismo, el motivo de la impecabilidad de la Santísima Virgen, así como la razón de la plenitud de gracia que la hizo digna Madre de Dios, y también la razón de su santidad perfecta.