Una obra paradigmática de la tradición compartida de los europeos, certificación de su pasado cristiano, estaba pereciendo.
La iglesia que custodiaba algunos de los más famosas reliquias de la muerte de Jesús; podía acabar consumida por el fuego.
Luis IX había comprado algunas reliquias al emperador de Bizancio: un clavo y un fragmento de la Cruz y un trozo de la corona de espinas, con el objetivo de que los peregrinos que visitaran el templo orasen ante ellas.
Las transiciones son lentas. Tras la crisis económica y social del siglo III, el declive del Imperio romano, comienza. Alguien tiene la idea de levantar una iglesia en el antiguo solar del templo de Júpiter. Así nace un oratorio dedicado a Saint Étienne y Saint Dennis, mártires. Su promotor, el obispo Prudencio, octavo de los de París, intenta convertirla en templo de referencia, desea recordar a los mártires cristianos. Su fecha de construcción, hacia el año 528. Sobre ella, muchos años después, en 1163, se levantará la iglesia de Notre Dame y de San Dennis que acabará llamándose Notre Dame de París.
Los últimos años del siglo V fueron convulsos. Un sistema de vida moría mientras nuevos tiempos amanecían en el horizonte. Europa se negaba a reconocer la desaparición del Imperio Romano de Occidente. Las autoridades merovingias estaban sometidas a la presión de los normandos que llegaban por el Sena con el objetivo de arrasar París.
Dicen, que el puente que precedió al que, actualmente, une la isla de la Cité con el resto de la capital y que sale del lado de la catedral, antaño formaba parte del camino que llegaba a Roma. Cuando meditaba por el sendero que discurre entre la catedral y el Sena pretendía soñar el lugar durante el medievo. Una forma de pensar en el pasado y en el futuro, porque el tiempo vivido siempre influye en el futuro que imaginamos.
París hunde sus raíces en el pasado. Nacida hace muchos años, la capital de Francia ha ido creciendo con Europa hasta convertirse en uno de los grandes iconos del Viejo Continente. A su lado, como una antigua amiga, permanecía, a veces sorprendida, en ocasiones, anonadaba, siempre comprensiva, la catedral gótica. Amante del milagroso tratamiento que, de la luz, hace el Románico, no puedo sustraerme a la brillante magia de los capiteles góticos, artísticamente repletos de líneas curvas, reflejando los rayos del sol, desafiantes ante la confusa mirada del peregrino. La historia de la catedral no es otra que la de París. Su sorprendente estética parece hacernos dudar de la existencia de la fuerza de gravedad.
Notre Dame, creció en siglos de violencia abriéndose paso en un entorno que reivindicaba la paz en medio del terror y la guerra. Edificada en los tiempos en los que el gótico comenzaba a sustituir al románico, no olvidó las aportaciones del románico normado. Recuerdo de un tiempo en el que los templos cristianos eran símbolo de paz y amor para quienes huían de la injusticia, del hambre y la conflagración. La unión de ambos estilos, se realizó intentando buscar lo mejor de cada uno. Así, la luz del románico se desbordaba, por las ventanas vidriadas que se abrían en su frontal, mezclando el vigor de los rayos del sol con la liviana arquitectura de la doble bóveda de crucería del gótico.
Situada en el centro de las más antiguas construcciones de la Lutetia romana y posteriormente de la ciudad medieval, su esplanada anterior fue testigo de múltiples acontecimientos durante cientos de años. Traigamos aquí, la hoguera, que, en 1313, quemó el cuerpo del último templario, Jacques de Molay. ¿Quién no recuerda sus infantiles lecturas cuando oye hablar de “Nuestra Señora de París”; la famosa novela de Víctor Hugo o la aparatosa coronación de Napoleón?
No queda lugar para el orgullo, la obra del ser humano es contingente. Uno de los símbolos más queridos de nuestro acervo cultural, perecía, en buena medida, pasto de unas llamas desconocidas que se escondían tras las negras nubes que empañaban un cielo que preludiaba la llegada de la primavera. A cierta distancia, un grupo de jóvenes intérpretes modulaba cantos que me recordaban las oraciones que debían entonar los primeros cristianos. Cantos de impotencia, pero también, cantos de esperanza promovidos por su fe en el futuro de nuestra humanidad.
Ante sus históricas portadas podía permitirse a la imaginación volar libre hasta el cielo plomizo de la tarde parisina. A lo largo de los próximos años, el ruido, el polvo y los gritos de los reconstructores, pondrán en serio peligro cualquier tipo de meditación. Algunas personas, sin embargo, volveremos a recorrer su contorno para dar rienda suelta a los sueños, más presentes que nunca, como respuesta al dolor generado por el irreparable daño. El futuro será, seguro, diferente, pero, ¿quién asegura que no pueda ser mejor que el presente?
Estoy convencido que la catedral volverá a renacer de sus cenizas. No es la primera vez que la mano del hombre intenta acabar, consciente o inconscientemente, con ella. Mientras haya cantores que alimenten la esperanza con sus amorosas lágrimas, nunca lo lograrán.