Era la primera vez en la historia de los mundiales -o sea, más de 100 años que un equipo ganaba el juego de apertura ante el anfitrión.
Aquel gesto, personalmente, me conmovió. Por un lado, evidenciaba que entre todos los jugadores existía una tremenda armonía y voz unísona, porque seguro que no todos ellos eran fieles creyentes. Por otro lado, dejó en claro que esos deportistas no sólo se encontraban jugando por su propio éxito, su fama o el dinero, sino que sabían ponerse lo suficientemente en perspectiva como para rendir un homenaje a Alguien distinto a ellos. Vamos, que al menos por unos instantes abandonaron sus egolatrías y antojos. Y además,
ese gesto puso de manifiesto –no olvidemos que se encontraban en un país con la religión islámica como credo oficial– que estaban dispuestos a exponer su fe sin importar el qué dirán.
Es, sin duda, uno de nuestros grandes dilemas que podemos tener hoy en día como cristianos: ¿hasta dónde puedo y debo llegar en la manifestación de mi fe? ¿Puedo afirmar sin tapujos que creo en un Dios invisible y no tan evidente para otras muchas personas? ¿Es justo?
San Agustín escribió hace unos cuantos siglos la maravillosa obra titulada “De la fe en lo que no se ve”, que aprovecho para recomendar a todo el que se pase por una librería. Sólo para que el lector se haga una idea de la fuerza y el peso de su contenido, anoto las dos primeras afirmaciones: “Piensan algunos que la religión cristiana es más digna de burla que de adhesión, porque no presenta ante nuestros ojos lo que podemos ver, sino que nos manda creer lo que no vemos. Para refutar a los que presumen que se conducen sabiamente negándose a creer lo que no ven, les demostramos que es preciso creer muchas cosas sin verlas, aunque no podamos mostrar ante sus ojos corporales las verdades divinas que creemos”.
Desde esa premisa, San Agustín pasa a explicar cómo debemos entender la fe, dónde reside su valor y sentido, y cómo se vincula con la libertad: porque nosotros creemos en Dios porque nos da la gana, y respetando al prójimo que no quiere creer. La fe sin libertad no es fe, sino imposición o fanatismo. Así de simple. Y por eso, lo más bonito y ejemplar de aquel gesto final que decidieron hacer los jugadores de Ecuador fue precisamente eso: que lo hicieron sin tener la necesidad de hacerlo… porque quisieron, nada más y nada menos.