DOS años después de su profesión en el Monasterio de San Vicente de Fora, en Lisboa, el joven Fernando de Bulhoes, con unos 17 años, ingresa en el célebre Monasterio de Santa Cruz de Coímbra, en donde completa su formación y termina siendo ordenado sacerdote a los 25 años de edad.
Este gran monasterio, sede de la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín, llamados “Cruzios”, había sido fundado en 1131 por San Teotonio (primer Prior del Monasterio y primer santo de Portugal) e otros religiosos, que adoptaron la regla de San Agustín. La institución recibió muchos privilegios pontificios e donaciones de los primeros reyes de Portugal, sobretodo de Don Alfonso Henriques y de Don Sancho I, que en él se encuentran sepultados, convirtiéndose en la casa monástica más importante del joven reino.
El conjunto artístico, muy engrandecido a lo largo del tiempo por los reyes portugueses, constituye uno de los mayores tesoros del arte luso. El primitivo monasterio e iglesia de Santa Cruz fue erguido en el siglo XII, en estilo románico, del que restan hoy pocos vestigios. Ya en el siglo XVI, en pleno periodo de los Descubrimientos, el rey Don Manuel I ordenó su reconstrucción total. En esa época los restos de don Alfonso Henriques y de don Sancho I fueron trasladados a la capilla mayor, dedicándoles nuevos túmulos de estilo manuelino.
Se destaca la fachas, con su monumental portal manuelino, el extraordinario trabajo de filigrana del púlpito renacentista, obra de Nicolau Chanterenne, de 1521, los sillares del coro alto de madera esculpida y dorada, la sacristía de estilo manierista, decorada con azulejos del siglo XVII y cuadros notables de pintores del XV, y sus magníficos claustros: el “del Silencio”, con decoración de entrelazado de cuerdas, típicamente manuelina, y el “de la Manga”, con templetes y fuente renacentista.
El traslado de San Antonio desde Lisboa a Coímbra se supone que se debió a su deseo de profundizar en la preparación espiritual y en los estudios, en aquella que era en la época la más reputada escuela de Portugal, especialmente por su amplia y actualizada biblioteca, como recoge la “Legenda Prima”: “para todos estaba claro como el agua que él había buscado un nuevo lugar con el fin de alcanzar la suma perfección.”
De la excelencia de su formación portuguesa, que le familiarizó tanto con la literatura religiosa, como con las fuentes clásicas, conjugadas con las novedades teológicas de la época, dan testimonio sus obras, en particular la compilación de sus “Sermones”, pero también el impacto que producía en las multitudes que acudían a escucharle, no sólo por el poder de su palabra, sino por los amplios conocimientos de la Sagrada Escritura que mostraba.
De hecho, su prodigiosa memoria le permitió, en esos años, consolidar un inusual conocimiento de la Biblia, que citaría de memoria, lo que le valió el epíteto de “Arca del Testamento”.
Entre tanto, un acontecimiento viene a revolucionar definitivamente su vida: la llegada a Coímbra, en Enero de 1220, de las reliquias de cinco franciscanos mártires en Marruecos. El ejemplo de los Mártires de Marruecos impresionó al joven sacerdote y le hizo crecer en él la voluntad de seguir su ejemplo, inmolándose, si necesario fuese, para anunciar el Reino de Dios a los puebles del Mundo entero.