Pensé mucho acerca de la figura del Papa durante un reciente viaje a Rusia. Allí la mayoría de sus ciudadanos son cristianos ortodoxos, y muy practicantes. Como saben, la Iglesia Ortodoxa surgió tras el Cisma de Oriente y Occidente, en 1054 d.C., a raíz de muchas diferencias teológicas insalvables, como el origen del Espíritu Santo o el momento en que se había iniciado la Inmaculada Concepción de la Virgen. La gran disputa, en cualquier caso, surgía al determinar la autoridad papal: para los ortodoxos, era injusto y desacertado que existiera una única figura, el Obispo de Roma, que representara a toda la cristiandad. Quien debía gobernarla, afirmaban y afirman todavía, es Cristo con sus doce apóstoles. Nada más.
En cambio, los católicos encontramos en el Papa a un baluarte, un cimiento seguro para nuestra fe, ya que el propio Jesucristo quiso expresamente edificar su Iglesia sobre Pedro y sus sucesores. En el Romano Pontífice, en fin, podemos reconocer a Jesús mismo.
Arrancar unos minutos el día para la oración, retomar la Biblia y volver la vista a las indicaciones del Papa son los ingredientes perfectos para una vida cristiana llevadera. No se me ocurre una mejor receta para caminar sonrientes y esperanzados el camino de la existencia. Y por eso, si ahora el Papa Francisco nos recomienda en su primera y reciente encíclica “Laudato Si” ser más cuidadosos con el medio ambiente, revalorizarlo, cuidarlo y mejorarlo, pienso que nos conviene hacerle caso.
La naturaleza quizá no sea nuestra madre, como algunos aseguran, porque a fin de cuentas la auténtica Madre tiene el rostro de la Virgen María, pero eso no significa que debamos ignorar o menospreciar a aquélla. Todo lo contrario: el mundo entero es fruto de la creación de Dios, y por lo tanto algo bueno en sí mismo. Es decir, se trata de un bien común.
Todo esto justifica por qué la ecología no constituye algo que afecte a unos pocos expertos. Si a alguien no le interesa o no le atrae bajo ningún concepto, es porque le falta sensibilidad. Anota el papa Francisco: “Después de un tiempo de confianza irracional en el progreso y en la capacidad humana, una parte de la sociedad está entrando en una etapa de mayor conciencia. Se advierte una creciente sensibilidad con respecto al ambiente y al cuidado de la naturaleza, y crece una sincera y dolorosa preocupación por lo que está ocurriendo con nuestro planeta” (Laudato Si, 19).
El primer paso aconsejable es, por consiguiente, medir hasta qué punto hacemos daño a la naturaleza o causamos impacto ambiental y disminuir cuanto antes dichas acciones nocivas.