Sabemos que es algo enriquecedor y edificante. Sin embargo, ocurre una paradoja: por más que seamos conscientes de ello, creo que a menudo lo olvidamos y que ni siquiera intentamos sacar ratos en el día para deleitarnos con las páginas de una novela, de un ensayo, de un artículo. Peor aún del Antiguo o el Nuevo Testamento, los cuales quizá nos suenan a relatos clichés o demasiado extensos.
Cuando buscamos satisfacer nuestros deseos y apetencias, nos encanta mirar hacia el futuro y volver la vista sobre el pasado, como si ambas cosas - anhelos y melancolías - fueran a darnos la felicidad tan codiciada. El hecho es que ésta, sobre todo, guarda una relación muy estrecha con el presente. Con el ahora. ¿Y cómo aprender a apreciarlo?
Tenemos una de las principales lecturas al alcance de la mano: la Sagrada Escritura. En ella se explican, de muchas maneras distintas, los pormenores para descubrir el camino que lleva a Cristo y, por lo tanto, a la auténtica alegría. Dios es la razón de nuestra esperanza, eso es cierto, y confiamos en contemplarlo cara a cara al final de los tiempos, pero al mismo tiempo lo tenemos presente en este mundo. Su Hijo Jesucristo está bajo la forma del pan y el vino en cualquier iglesia de cualquier pueblo y de cualquier país.
Nuestros planes
No vamos a querer necesariamente más a Dios cuando seamos ancianos si ahora, en la actualidad, le damos la espalda. Nosotros, los jóvenes, tendemos a suponer que conforme pasen los años nuestra fe crecerá. “Cuando tenga verdaderos problemas, entonces acudiré a la iglesia”; “cuando me case, cambiaré de vida y acudiré puntualmente a Misa todos los domingos”; “cuando tenga hijos, los bautizaré y tomaré la firme decisión de formarles con el ejemplo”; “cuando llegue la próxima Navidad me convertiré y empezaré a hacer las cosas bien”... Estos razonamientos, u otros muy parecidos, nos tientan a diario, pero son capciosos hasta decir basta.
¿Quién de nosotros no tiene un ejemplar de la Biblia en su casa, en su sala de estar, en su dormitorio? O, por último, ¿quién no puede acudir a la biblioteca municipal, o a Internet, y consultarla? Más aún, ¿realmente meditamos a lo largo de la semana el Evangelio que nos lee y comenta el sacerdote los domingos? ¿Por qué no meditamos más las palabras de Cristo, de los apóstoles y de los profetas?
Al final, insisto, tenemos las coordinadas perfectamente marcadas en la Sagrada Escritura, a la que deberíamos acudir todos los días: Jesucristo vino para salvarnos, y se quedó con nosotros en la Eucaristía para seguir ayudándonos. Él es la respuesta a nuestras inquietudes, nuestras plegarias y nuestras aspiraciones. En la Biblia hallamos el modo como tenemos que dirigirnos a Dios, amar a la familia de sangre, desempeñar el trabajo ordinario, eludir la venganza, aprender a perdonar, etc.
El mensaje de Cristo iba dirigido, en primer lugar, a la gente pobre y sencilla, a los pequeños, y "no a los sabios y entendidos" (Lc 10,21). No era algo sofisticado ni críptico. Así nos conviene enfrentarnos a la Biblia: con la mente y el corazón abiertos.