Ahora nos centramos en el extremo armónico opuesto: la penumbra y austeridad de la vida monástica en una ermita retirada del mundo.
Mi vista se pierde en la obra de Jan Brueghel, “Paisaje con San Fulgencio”. Alejado del “ruido” de la tranquila población mediterránea que divisamos en el horizonte, e inmerso en la abundante vegetación que le protege, el venerable ermitaño nos recibe sorprendido
en la entrada de su gruta. Está sentado sobre un banco de piedra que tiene por respaldo ese robusto y frondoso árbol, bajo el que florecen alegres florecillas.
Vistiendo un rudo y sencillo hábito, cabellos y larga barba, sin calzado en los pies, este anacoreta es la personificación de la gravedad extrema. Ha decidido varonilmente vivir sólo para lo que es profundo, verdadero y eterno. Noble simplicidad, espíritu de renuncia a todo cuanto es de la Tierra, pobreza material, en fin, iluminada por los reflejos sobrenaturales de la más alta riqueza espiritual.
Al adentrarnos en esa segunda escena, en la que vemos a otro religioso encender con calma, ante la Virgen, las velas del altar donde va a celebrarse la Santa Misa, se siente la humedad y el frescor de la tierra. El recogimiento nos envuelve y un elocuente silencio habla a borbotones en nuestro interior.
Yo también me quedo en silencio para dejarte disfrutar a gusto de la escena. ¿No es verdad que respiras aquí el aire fresco y puro de un mundo en orden, sosegado y fraternal, muy distinto del nuestro?
* * *
San Fulgencio, nació en el seno de una familia noble de Cartago en el año 468. Renunció a su puesto de funcionario público en el gobierno de Roma, como procurador de Bizacena (lo que hoy es Túnez), para hacerse eremita. Pero más tarde, conocido por sus dotes como predicador, teólogo y polemista, le reclamaron para ocupar el obispado de la ciudad de Ruspe, en el norte de África, y así combatir los errores arrianos y semipelagianos que infectaban la Iglesia de entonces.