Mucho se ha especulado intentando aclarar si son tres, dos o una, la mujer pecadora, María Magdalena y la otra María. Incluso San Lucas, en el pasaje de “Simón el fariseo y la mujer pecadora” (Lc 7, 36-50), tal vez por respeto o delicadeza, no la llama con su propio nombre, pues, parece ser, se trata de una sola mujer, María Magdalena, “la endemoniada”, la que se convirtió en la casa de Simón, la que acompañó a Jesús al Calvario y más tarde fue a buscarlo al Sepulcro.
Aquí la vemos abrazada a los pies de Jesús, ricamente vestida con túnicas de seda, rompiendo a llorar.
Su valiente actitud rasga el ambiente y desata tensiones…
Por un lado Simón el fariseo y los suyos están escandalizados. Recostado sobre un lujoso diván, sobresaltado y con la mirada perdida, el fariseo desvela sus torcidos pensamientos con el instintivo gesto de su mano, que se crispa. “Sí éste fuera profeta -piensa- sabría quién y qué clase de mujer es ésta”.
La mirada de Jesús es serena pero firme. Con ademán bondadoso, llevando una de sus manos hacía el corazón y la otra inclinándola hacia la mujer que tanto amor demostraba, respondió al fariseo con una parábola:
-“Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?”
-Supongo que aquel a quien perdonó más, -respondió Simón.
-Has juzgado bien. -Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón:
-¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor.
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Por otro lado, el suave y penetrante olor a nardos que ha envuelto toda la estancia, despierta indignación en algunos discípulos, sobretodo en Judas (Jn 12, 4-8), al que Philippe de Champaigne lo sitúa ya del lado de los fariseos, al fondo en la sombra, apoyando su mano sobre el hombro de uno de ellos, con el que comenta lo sucedido:
-“¿A qué viene este despilfarro? -dice. - Podía haberse vendido por más de trescientos denarios y repartir el dinero entre los pobres…” (El jornal de un trabajador venía a ser de un denario al día).
Es el mismo argumento de los que critican la magnificencia de la liturgia católica y el esplendor en la construcción de altares y templos en honra de Dios, entendiendo que ese dinero debería darse a los pobres. Con frecuencia son los mismos que procuran enriquecerse esclavizando a las masas por las cuales profesan “tanta preocupación”.
-“¿Por qué molestáis a esta mujer? -les dice Jesús. –Ha hecho una buena obra conmigo. Pobres siempre tendréis con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre”.
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No pases la página todavía. Piérdete unos instantes saboreando los detalles de esta soberbia obra y deja que las sublimes palabras del Divino Maestro suavicen tu corazón.
V I D A
Philippe de Champaigne nació en Bruselas, en 1602 en una familia de buena posición. Al contrario de lo habitual en la época, no se formó con Rubens, líder de la pintura flamenca, aunque muestra mucha semejanza en la frescura de los tonos azul intenso, rojo púrpura y rosa que utiliza.
Se estableció en París y trabajó con dos modestos pintores de la tradición manierista: Lallemand y Duchesne, casándose con una hija de éste último. En esa época se hizo amigo de Nicolás Poussin, un joven aún desconocido. Bajo la dirección de Duchesne, Philippe de Champaigne y Poussin colaboraron en la decoración del Palacio de Luxemburgo, erigido según deseos de María de Médicis, que ejercía de reina regente durante la minoría de edad de su hijo, el futuro Luis XIII. Sirvió también al Cardenal Richelieu, a quien retrató en once pinturas. Fue uno de los miembros fundadores de la Real Academia de Pintura y Escultura. Murió en París, a los 72 años. ■