Un joven sacerdote acaba de celebrar su primera misa. Las velas todavía arden sobre el altar, que engalanado con abundantes flores blancas revela la solemnidad del acontecimiento.
El viejo y sereno párroco, revestido con una rica casulla blanca bordada en oro; el coadjutor, que le mira, adivinando sus pensamientos; el sacristán, que a pesar de ser delgado y alto estira el cuello para no perder detalle; los vivarachos monaguillos, el del largo cirial, o el del incensario, todos, asisten expectantes a la tierna escena que se desarrolla ante ellos: La madre del celebrante se arrodilla para recibir su primera bendición.
El susurro de las entrecortadas palabras de agradecimiento y consuelo que le dedica su hijo, se mezcla en el aire con los sollozos emocionados de la madre, que se ahogan en el blanco de la casulla.
Luciendo sus mejores galas, lleva un verstído largo, negro, como si de la pérdida de su ser más querido se tratara. En realidad, es la sublime culminación de su obra matrimonial: dar un hijo a la Iglesia.
De pie, ligeramente apoyado en un bastón, con el sombrero en la mano, y conteniendo las lágrimas con un pañuelo sobre el rostro, el padre espera su turno.
Al fondo, pintado sobre la pared, el blasón del obispo nos recuerda el sagrado carácter jerárquico de la Iglesia, a la que este joven se entrega ahora con alegría.
V I D A
José Alcázar Tejedor nació en Madrid, en 1850. Cultivó principalmente las escenas de género. Realizó sus estudios en la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y en París gracias a una pensión de la Diputación Provincial de Madrid. Fue discípulo de Vicente Palmaroli. Se presentó a certámenes y exposiciones provinciales y nacionales. Obtuvo la segunda medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1887 con el presente lienzo.