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La rendición de Breda

La rendición de Breda

Ambrosio de Espínola, comandante de las valerosas tropas españolas, recibe de manos de Justino de Nassau, en Breda (Países Bajos), las llaves de la ciudad, que capitula después de una resistencia intrépida. Fue pintado en 1635 para el Salón de Reinos del nuevo palacio del Buen Retiro, que albergaba lienzos con éxitos militares del reinado de Felipe IV.

La escena está encuadrada de un lado, por ese soldado holandés que nos mira directamente y del otro por el caballo del que ha bajado el magnánimo general español. Las lanzas en alto hablan del orgullo de la victoria frente al desánimo del ejército derrotado a la izquierda. Situada entre ambos, humeante todavía tras la batalla, aparece la ciudad de Breda, ganada y perdida en varias ocasiones en la guerra de rebelión contra los austrias.

Aunque el encuentro se produce en el campo, en un ambiente estrictamente bélico, hay una nota de distinción y afabilidad propia del refinamiento de un salón.

El general del Rey Católico luce una imponente armadura, a la que esa golilla con encajes le da un toque delicado, realzado aún más por la gran banda, propia del comandante en jefe. En su mano izquierda se advierte el bastón de mariscal.

Justino de Nassau, que viste un rico traje y usa también golilla y puños de encajes, habiendo sido derrotado, se presenta con el sombrero en la mano. E20130601-02-la-rendicion-de-breda-diego-velazquez-1637-museo-prado-madridspínola, por respeto hacia el valiente vencido, además de haber descendido del caballo, también está con la cabeza descubierta. Detrás de él, los hidalgos de su séquito lo imitan.

El Marqués de Espínola se inclina levemente con clemencia y con un gesto elegante contiene con el brazo la reverencia del gentil hombre flamenco, evitándole la acostumbrada acción de arrodillarse. Su rostro refleja simpatía y consideración. Se ve que felicita al adversario por el valor de la resistencia, atenuando así caballerosamente, lo que el acto de la rendición tiene de amargo para el vencido.

Toda una doctrina de cortesía, toda una tradición de nobleza de alma se expresa hasta en los menores pero elocuentes detalles de este cuadro admirable, que Velázquez no quiso firmar. Elevación de alma que viene de la fe, cortesía nacida de la caridad, que hacían brillar valores espirituales inestimables, en un acto que, en sí mismo, es inevitablemente rudo y humillante, como toda rendición.

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El profesor de Historia y líder católico brasileño, fallecido a finales de los noventa, Plinio Corrêa de Oliveira, compara* esta escena con una rendición en la Segunda Guerra Mundial. La de los valientes defensores americanos del fuerte Corregidor, en Filipinas, que con las manos en alto y encañonados con desconfianza, se entregan a los japoneses. ¡Qué abismos separan una de la otra!, dice. No tengo espacio para transcribirlo. Pero muestra cómo, según el espíritu nivelador y pragmático de nuestro tiempo, no había ningún protocolo de parte a parte y  todo estaba reducido al mínimo exigido por el espíritu práctico.

El pontífice Pío XII, en uno de sus anuales discursos a la Nobleza y al Patriciado romano, decía que en una verdadera democracia deberían existir “instituciones de aire aristocrático”. También esto es válido en las costumbres, comenta el profesor brasileño. Y concluye:

“Desde 1789 en adelante (inicio de la Revolución Francesa), la sociedad se va nivelando en una progresión alarmante, rumbo a la más completa igualdad. Poco a poco las costumbres se van vulgarizando. Y si llegásemos a la completa igualdad, llegaríamos también a la más completa vulgaridad. Pero como la completa vulgaridad es la reducción de las cosas a su expresión más ínfima, y en las cosas lo que hay de más ínfimo es la materia, el vendaval igualitario nos llevará al más completo materialismo.”

* Revista Catolicismo, Noviembre de 1956. “El vendaval igualitario conduce al materialismo” (Ambientes, Costumbres, Civilizaciones)

V I D A

20130601-04-diego-velazquez-1637-museo-prado-madridDiego Velázquez, (Sevilla, 1599 - Madrid, 1660). Pasó sus primeros años en Sevilla, donde desarrolló un estilo naturalista de iluminación tenebrista, por influencia de Caravaggio y sus seguidores. A los 24 años se trasladó a Madrid, donde fue nombrado pintor del rey Felipe IV. En su última década su estilo se hizo más esquemático y abocetado alcanzando un dominio extraordinario de la luz. Su catálogo consta de unas 120 o 125 obras.

Alcanzó su máxima fama entre 1880 y 1920, coincidiendo con los pintores impresionistas franceses, para los que fue un referente. Manet se sintió maravillado con su pintura y lo calificó como “pintor de pintores” y “el más grande pintor que jamás ha existido”.