Toda la Tradición monástica, desde los llamados “Padres del Desierto” del siglo IV (los primeros monjes cristianos de Egipto y de la zona del Líbano-Siria-Palestina), ha incidido en el carácter angélico de la vida monacal y en la intensa relación espiritual que los monjes deben mantener con los ángeles, así como la tensión constante con los ángeles malos o demonios.
San Bernardo de Claraval, en el siglo XII, afirma que la vida monástica es a la vez una vida celestial y angélica por la guarda del celibato; es además una vida profética, porque busca y anuncia lo que no se ve, vive de la fe y aspira a la eternidad; y es una vida apostólica, que se gloría en el Señor porque se ha dejado todo para seguirle y escucharle (Sermón 3 de las faenas de la cosecha).
Ciertamente, la vocación monástica es una verdadera vocación angélica o una prolongación de ella, pues su misión fundamental es alabar, adorar y amar a Dios. Quienes la hemos abrazado, debemos desarrollar la misión de los ángeles, aunque sin perder de vista que no somos ángeles, sino hombres con nuestras virtudes y con nuestros defectos y miserias, heridos por el pecado original y sus consecuencias.
San Juan Clímaco, en el siglo VI, decía así: “Monje es un orden y manera de vivir de ángeles, estando sin embargo en cuerpo material y manchado” (Escala del Paraíso, I, 10). Y diez siglos después, el benedictino francés Ludovico Blosio (Luis de Blois) enseñaba que el monasterio es “escuela de ángeles en donde se ejercitan obras espirituales” (Espejo de monjes).
Coro monástico y coro angélico
De un modo muy especial, la misión de los ángeles que tienen los monjes en la tierra se cumple en el coro, en el canto de las alabanzas divinas, que es la función principal del monje: no en balde, San Benito ordena en su Regla que “nada se anteponga a la Obra de Dios” (es decir, el Oficio Divino; RB XLIII, 3), y el citado Blosio exhorta al monje a llegar con tiempo al coro “como a un lugar de refugio y a un jardín de celestiales deleites” (Espejo de monjes).
En la oración comunitaria en el coro se hallan presentes el Señor y sus ángeles (RB XIX, 1.5-6). San Bernardo recuerda también que el canto del Oficio Divino se hace en presencia de los ángeles, quienes llevan esta oración litúrgica ante Dios. El coro monástico, por lo tanto, se une a los coros angélicos para entonar un himno de alabanza al Señor: “Unidos en la alabanza a los celestiales cantores, como conciudadanos de los consagrados y familia de Dios, salmodiad sabiamente: como un manjar para la boca, así de sabroso es el Salmo para el corazón” (Sermones 7 y 8 sobre el Cantar de los Cantares).
Es muy antigua y muy constante en la Tradición monástica la convicción profunda de que los ángeles están presentes en la oración de los monjes en el coro y unos y otros unen sus cánticos para alabar al Señor. Por otra parte, la cogulla monástica, el hábito coral del monje, es como una vestidura angélica: con ella va a cantar las alabanzas divinas en el coro, donde se une a los ángeles del Cielo en esta tarea. Pero será también la mortaja funeraria del monje, con un sentido lógico: su misión en la tierra ha sido cantar las alabanzas divinas en el coro monástico, al que venían a unirse los coros angélicos; en la hora de la muerte marcha ya al Cielo para unirse él a los coros de los santos monjes y de los ángeles para cantar al Señor, por fin ante su presencia soberana.
San Juan Clímaco, autor del Sinaí en el siglo VI, decía que “los ángeles son una luz para los monjes, y la vida monástica una luz para todos los hombres. Que los monjes se esfuercen, pues, por ser buenos modelos en todas las cosas y no ser para nadie ocasión de escándalo, ni en sus obras ni en sus palabras” (Escala del Paraíso, XXVI, 25). Otro monje del Monte Sinaí muy citado en números anteriores, el Pseudo-Dionisio Areopagita, habla de “nosotros, amigos de los ángeles” (La Jerarquía Celeste, XIV, 4).