Conforme a varios textos bíblicos que hemos visto con anterioridad, se hace evidente que los ángeles que cayeron lo hicieron por un pecado en los inicios de la Creación. Todos fueron creados buenos por Dios, porque nada malo puede salir de sus manos: los creó en estado de gracia santificante, pero voluntariamente se apartaron del orden establecido por Dios, incurriendo así en el pecado. La conformidad con la voluntad divina se torció por el libre albedrío de la voluntad angélica.
A partir de un texto del Génesis, muchos autores antiguos pensaron que el pecado de los ángeles se había producido por la concupiscencia, por un desorden sexual: “viendo los hijos de Dios que las hijas del hombre eran hermosas, se procuraron esposas de entre todas las que más les placieron” (Gén 6,2.4). Tales autores creyeron que la alusión a “los hijos de Dios” se refería a los ángeles, pero aquí el texto sagrado no se refería realmente a ellos, sino a los descendientes de Set, mientras que las hijas del hombre eran descendientes de Caín. A partir de estas citas, el libro apócrifo de Henoc explicaría el pecado de los ángeles como un pecado carnal nacido de la concupiscencia.
Esta opinión, rebatida pronto, fue abandonada casi por completo desde el siglo IV en Oriente y el V en Occidente, porque era evidente la contradicción. San Justino, en el siglo II, señalaba con razón que “el demonio estaba ya caído de la gracia cuando tentaba a Eva” (Diálogo, 1) y San Juan Crisóstomo († 407) observaría que la naturaleza espiritual de los ángeles no era compatible con el pecado de la carne (Homilía 22 sobre el Génesis). Ciertamente, el demonio había pecado ya antes de la creación de la mujer.
Soberbia y envidia
Como explicamos en el artículo anterior, Santo Tomás de Aquino afirmó con claridad que el pecado de los ángeles fue de soberbia y envidia, que son pecados puramente espirituales, de tal modo que los demonios no tienen los pecados vinculados a aspectos carnales o pasionales, si bien se deleitan en cualesquier pecados de los hombres por ser éstos un obstáculo para el bien humano (S. Th. I, q. 63, a. 2 ad 1 et ad 2; et a. 4 in c). El Doctor Angélico distingue muy bien que, en cuanto al reato (es decir, la obligación que queda a la pena correspondiente al pecado), los demonios tienen todos los pecados, porque al inducir al hombre a cometerlos incurren en el reato de todos ellos; sin embargo, en cuanto al efecto, sólo pueden darse en ellos aquellos pecados a los que se puede inclinar su naturaleza espiritual, y éstos son en su caso la soberbia como primer pecado y, por vía de consecuencia, el de envidia (S. Th. I, q. 63, a. 2 in c). Ya San Agustín había señalado también la soberbia como causa de la rebelión de los ángeles de Luzbel (De civ. Dei, XII, 1).
El pecado de soberbia fue por un deseo de ser como Dios en sentido pecaminoso: a una criatura le es lícito llegar a asemejarse a Dios porque Dios mismo le ha hecho capaz de ello, pero Luzbel aspiró a ese fin como si fuera por su propio esfuerzo; quiso poseer el poder que sólo a Dios pertenece y apeteció tener la bienaventuranza final por su propia fuerza (S. Th. I, q. 63, a. 3 in c). El pecado de envidia le vino al dolerse de la excelencia divina y del bien que sabía que iba a gozar el hombre por bondad de Dios. Tanto el pecado de soberbia como el de envidia se encuentran después en la tentación del demonio a Adán y Eva: “seréis como Dios” (Gén 3,4); y en el libro de la Sabiduría se recuerda que el pecado original se produjo “por la envidia del diablo” (Sb 2,23-24).
El diablo, pues, fue creado bueno, y así también los demás ángeles que con él caerían. Como substancias esencialmente espirituales e intelectuales creadas por Dios, no pueden ser malos por naturaleza. En consecuencia, su pecado fue posterior a la obra de la Creación (S. Th. I, q. 63, a. 4 in c et a. 5 in c). El pecado del ángel no procede de una propensión a pecar, sino únicamente del libre albedrío con que Dios lo ha creado como criatura racional. Y el pecado del principal de los ángeles, Luzbel, fue causa de pecado para otros que le siguieron (S. Th. I, q. 63, a. 7 in c; Santo Tomás sigue aquí sobre todo Mt 25,41 y a San Gregorio Magno en las Homilías sobre los Evangelios, II, 34).