La Tradición de la Iglesia ha entendido con frecuencia que el pecado de los ángeles rebeldes debió de producirse en los primeros momentos de la Creación, ya que el texto del Génesis referente a la separación entre la luz y las tinieblas en el primer día (Gén 1,4-5), además del sentido material del día y la noche, se ha interpretado muchas veces en este aspecto del apartamiento de los ángeles buenos y de los malos, y así lo consideraron pronto ciertos Padres de la Iglesia como San Agustín (De civ. Dei, XI, 19 y 33). Santo Tomás de Aquino, de hecho, se inclina a pensar que su pecado se produjo inmediatamente después del primer instante de su creación (S. Th. I, q. 63, a. 6 in c).
Muchos autores piensan que la causa pudo ser que Luzbel se negara a aceptar la Encarnación del Hijo de Dios cuando se anunciara a los ángeles, porque no querría reconocer la superioridad de un hombre, al ser el hombre inferior al ángel por naturaleza.
Gravedad del pecado de los demonios y eternidad de sus penas
Teniendo en cuenta la superioridad del conocimiento angélico sobre el humano, la gravedad del pecado de los demonios fue mayor que el pecado del hombre: de ahí que no pueda alcanzar perdón, como sí sucede en el caso de éste, pues entendían con mayor evidencia la maldad de su rebeldía contra Dios. El pecado del ser puramente espiritual, a diferencia del animal racional, es un pecado “entero, todo de una pieza, que compromete definitivamente su libertad y su entero destino”, en palabras del teólogo René Laurentin.
Por eso, su condenación es irreversible y sus penas son eternas. El Señor lo dijo claramente al hablar del Juicio Final: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”; allí será “el castigo eterno” (Mt 25,41.46). Ya en el pecado original se observa la diferencia de trato hacia el ser humano y hacia “la serpiente”: Dios reprende severamente al primero y le castiga, pero cubre paternalmente la desnudez de Adán y Eva y les invita a la esperanza, mientras que a Satanás le maldice y degrada (Gén 3,9-24).
Algunos teólogos antiguos, a partir del alejandrino Orígenes, llevados de un sentimiento de compasión humana y ante la objeción que esto aparentemente plantearía a la bondad y la misericordia infinita de Dios, consideraron que las penas del infierno para el demonio y sus ángeles caídos y para los hombres condenados en él no podrían ser eternas y que Dios realizaría al final de los tiempos una apocatástasis o reconciliación o restauración última. Le siguieron autores como Teodoro de Mopsuestia o, en la Edad Media, Escoto Eriúgena, y en tiempos recientes ha retomado su hipótesis con ciertos matices el alemán Hans Urs von Balthasar. Sin embargo, tal proposición quedó desde antiguo abiertamente condenada por la Iglesia como herética y es inaceptable para un católico (así, en los Cánones contra Orígenes del Papa Vigilio en el año 543, c. 9). Santo Tomás de Aquino señalaría con acierto en el siglo XIII que “la misericordia de Dios libera del pecado a los penitentes, pero los que no son capaces de arrepentirse y permanecen adheridos al mal, no son liberados por la misericordia divina” (S. Th. I, q. 64, a. 2 ad 2). Ya San Agustín había defendido con firmeza la eternidad de las penas del infierno afirmando su justicia: “No hay que medir el delito por el tiempo empleado en su comisión, sino por la magnitud de su injusticia o de su perversidad” (De civ. Dei, XXI, 11). El santo Doctor africano criticó con dureza la postura de los “misericordiosos” que, a partir de Orígenes, negaban la eternidad de tales penas (De civ. Dei, XXI).