A partir sobre todo de los años 60 y 70, la sociedad occidental y progresivamente la sociedad humana a escala mundial ha ido adquiriendo una creciente conciencia de los problemas derivados del uso abusivo del entorno natural y del deterioro cada vez mayor de éste por tal motivo. Indudablemente, el movimiento ecologista ha tenido una parte importante en esta toma de conciencia, aunque ha quedado empañado por las vinculaciones políticas que por lo general subyacen al movimiento y por las exageraciones y los excesivos pesimismos en que habitualmente ha incurrido, así como por ciertos errores notables en sus planteamientos doctrinales.
Uno de estos errores más graves, hoy muy extendido, es el de considerar al hombre, al ser humano, como una mera pieza más en el conjunto de la Naturaleza, e incluso como un elemento nefasto para ella, porque es su principal destructor. Y el otro error grave, íntimamente unido al primero, es el de concebir la Naturaleza en términos absolutos, que conducen a su divinización hasta incurrir en un panteísmo (todo es Dios, pero no un Dios personal, sino abstracto, porque lo es el conjunto formado por todos los seres de la Naturaleza): en sus grados más desarrollados, tal es la visión que, valiéndose de un término griego, denomina Gaia a la Tierra y la entiende como un todo vivo y único; en buena medida, las corrientes de la denominada “Nueva Era” (New Age) participan de esta concepción del mundo. Y en sus grados más extremos, no han faltado los planteamientos que han apostado por la eliminación de la especie humana, como un gran autosuicidio, porque afirman que sería lo único que podría salvar a la Naturaleza de su destrucción global.
El hombre, dueño y señor de la tierra
Evidentemente, estas posturas son completamente erróneas y no tienen presente otra realidad que la propia Naturaleza nos muestra: el hombre, el ser humano, se halla ciertamente integrado en la Naturaleza, en el entorno natural, en la Tierra y en el cosmos; pero lo hace como el ser más importante de todo este ámbito, porque es el único que goza de inteligencia y de capacidad para aplicar esa inteligencia; es el único ser que, poseyendo una parte material (el cuerpo), dispone de razón y del uso de ella, y esto refleja incuestionablemente una realidad de raíz espiritual de la que carecen los demás seres materiales. El hombre, pues, no es un simple elemento más en el seno de la Naturaleza, sino el ser más importante de ella y el único que, por esa superioridad, es capaz de dominarla.
Puede resultar oportuno aquí traer a colación un texto muy significativo de Sófocles, uno de los grandes autores de la tragedia griega, para entender cómo esta visión de la realidad del hombre es natural al propio ser humano, no únicamente del cristianismo. En efecto, dice así en Antígona:
“Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega al otro extremo de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales; él, que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas captura a la tribu de pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar, en las mallas de sus trenzadas redes, el ingenioso hombre que con su ingenio domina al salvaje animal montaraz; capaz de uncir con un yugo que su cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también infatigable de la sierra; y la palabra por sí mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se aventura hacia el futuro; sólo la muerte no ha conseguido evitar, pero sí se ha agenciado formas de eludir las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los usos locales y la justicia por divinos juramentos confirmada, a la cima llega de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad queda: ni se siente en mi mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos, quien tal haga”.