No todo el mundo tiene capacidad de contemplación o meditación profunda. Entonces, se abre a nuestra alma una posibilidad para facilitar nuestra oración: contemplar la humanidad de Jesús. Pensar en sus ojos, su mirada dulce y compasiva, según las ocasiones, sus manos que tocaban a los enfermos, que acariciaban a los niños, su voz y su manera de hablar con autoridad si hacía falta, pero con suma delicadeza con las mujeres pecadoras. Sus pasos firmes y decididos a la hora de trepar los montes y de afrontar largas caminatas para predicar o enseñar a rezar y sus brazos abiertos de par en par en la cruz para acoger a todos. Los evangelios están repletos de detalles sobre la humanidad de Jesús, nos conviene leerlos de vez en cuando para actualizar y dar vigor a nuestra fe.
Pero han pasado más de 2000 años desde la vida terrenal del Señor, ¿Qué podemos decir ahora de la presencia real de Jesús en la Eucaristía y en los Sagrarios? ¿Creemos de verdad que está con su cuerpo y su divinidad, que nos ve, que nos oye? Sólo es posible realizarlo a través de nuestra fe y poner en movimiento todos nuestros esfuerzos de inteligencia, de voluntad, de amor, de adoración, de confianza, de esperanza. Así canta el himno de Santo Tomás de Aquino, del siglo XIII, “Adoro te devote”, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias, se equivocan la vista, el tacto, el gusto… no veo las llagas como las vio Tomás… pero haz que yo crea más y más en ti…
A lo largo de la vida de la Iglesia y no siempre con la intervención de Santos, tenemos la inmensa suerte de disponer de milagros eucarísticos sorprendentes, registrados en su momento por los notarios y autoridades eclesiásticas del lugar. Quizás uno de los más importantes sea el de Lanciano, Italia, en el año 750. Un monje sacerdote dudó de que en la Hostia sagrada estuviera verdaderamente el Cuerpo de nuestro Señor y en el cáliz la Sangre. Celebró la misa y, después de decir las palabras de la consagración, vio que la hostia se convertía en carne y el vino en sangre. La carne se conserva íntegra y la sangre está ahora en cinco coágulos desiguales, son del mismo grupo sanguíneo: AB, de una persona viva, no cadáver. La conservación de estas reliquias en perfecto estado, a pesar de haber sido expuestas durante doce siglos a los agentes físicos, atmosféricos y biológicos es un fenómeno extraordinario e inexplicable. En 1973, el consejo superior de la organización mundial de la salud de la ONU nombró una comisión para comprobar estas conclusiones. Los trabajos duraron quince meses, con un total de quinientos exámenes. En 1991 se volvieron a hacer los análisis con los instrumentos técnicos más modernos y se llegó a las mismas conclusiones.
Aunque no sea dogma de Fe como la presencia real del Señor en la Santa Eucaristía, el fenómeno de la Sábana Santa o síndrome refleja perfectamente la constitución física del cuerpo de Jesús a través de las marcas de la pasión: los latigazos infringidos, el doble de lo permitido por la ley, las heridas profundas en la cabeza con el casco de espinas, la herida en el costado derecho de la lanza del centurión, las marcas de los clavos en las muñecas y en los pies, el grupo sanguíneo… y muchos más detalles extraordinarios revelados a través de las técnicas más avanzadas en la órbita de lo electrónico. Es como una delicadeza del Señor habernos dejado esta discreta, sublime y reveladora muestra de su amor.
Nos podemos quedar con esta oración del Papa Juan Pablo I:
“Señor, que tu mano esté siempre en mi cabeza y que mi cabeza esté siempre debajo de tu mano”.