Joseph Alosius Ratzinger fue elegido el Papa 265 en la Historia de la Iglesia. Lo sorprendente de la elección fue que muchos vaticinios apuntaban al Cardenal Ratzinger como la persona ideal para sustituir al gran Papa Juan Pablo II. A pesar de todo, él no deseaba salir elegido Sumo Pontífice de la Iglesia Católica; a su avanzada edad, simplemente aguardaba una pacífica jubilación. Las primera palabras que dirigió a los fieles congregados frente a su ventana: ”Queridos hermanos y hermanas, después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me eligieron a mí, un simple trabajador de la viña del Señor”, demuestran su modestia, su prudencia y porqué no decirlo, su fina inteligencia.
Mediante la polémica donación de Constantino nació el estado Vaticano. Hoy en día es un pequeño territorio con sus casas, sus bancos y sus ciudadanos. Desde el mismo momento de su nacimiento el Papa de turno se veía obligado, además de a su propia tarea de ser líder espiritual de la Iglesia, a convertirse en la cabeza del gobierno del pequeño estado terrenal, abordando todos los complejos problemas que la diplomacia europea depara a un jefe de gobierno, debía dedicar una parte de su tiempo a hacer política.
Modernizar la gestión temporal
En el momento de su llegada al papado, Benedicto XVI se impuso una ímproba tarea: modernizar la gestión del pequeño estado haciendo que sus finanzas fueran transparentes, su Administración ágil y su gobernanza virtuosa. La meta no parecía demasiado compleja, pero vencer las inercias de un modo de hacer política con más de mil setecientos años de antigüedad siempre resulta complicado, aunque ese estado sea la sede de la Iglesia Católica. Cientos de funcionarios, clérigos y laicos llevaban repitiendo procesos, modos y comportamientos durante tantos años que hacía mucho tiempo que nadie se planteaba que las cosas podían hacerse de otra manera, nadie, excepto Benedicto XVI.
Al Papa Ratzinger no le gusta la gestión de la “cosa pública”, lo suyo es la espiritualidad. Desde hacía mucho tiempo estaba dispuesto a buscar un mensaje adaptado al hombre moderno, una persona diferente a las que le habían precedido, con gustos diversos, con opiniones nuevas, con más formación que la que nunca había tenido nadie antes que él, con una visión más igualitaria de la sociedad, con una manera de mirar la vida que antes no se había conocido. El Papa decía que había que regresar a Jesucristo, a su vida, a su ejemplo. Para ello, era preciso inspirarse en el Evangelio y en los escritos de los primeros Padres de la Iglesia.
Fortaleza interior
Al mirar el rostro de Benedicto XVI nada indica su determinación, es una persona introvertida, de mirada seria, callada, pero su fortaleza está en su interior. Contra quienes desean que todo continúe como siempre, que nada se modifique, él desarrolla su Cruzada tranquila, persiguiendo los objetivos que se marcara en su día.
Hace poco tiempo, el jesuita Federico Lombardi, en la radio vaticana, hablaba de la existencia de ataques que pretenden “desacreditar el empeño del Papa, serio y profundo, de renovación de la Iglesia”. En mi opinión, fiel a la tarea que tiene encomendada, el empeño es doble, por un lado, el temporal, busca la transparencia en la gestión política y económica del Estado Vaticano y por otro, el espiritual, intenta desarrollar una nueva espiritualidad, que enganche al hombre moderno; una espiritualidad ligada al ejemplo de Jesucristo. Es posible que ambos empeños sean las dos caras de una misma moneda, ante la materialidad que nos rodea; la nueva espiritualidad sería, también, fuente de inspiración para el desarrollo de una gestión más sencilla y transparente del Estado Vaticano. El intento es tan bello como útil. A pesar de sus 85 años, Benedicto XVI, no parece estar pensando en declararse vencido.