El hecho de dedicar tiempo a hablar con los hijos genera un estilo de vida basado en el diálogo y la preocupación por los otros. Esto, entre otras cosas, despierta la sensibilidad por el buen hacer y facilita la resolución de conflictos puesto que se aprende a escuchar y a autocorregirse mediante las indicaciones oportunas que, cuando se hacen en privado y buscando el momento en el que ambos (padre e hijo) están serenos y receptivos, tienen la fuerza que emana de la cordura y el respeto.
Esta forma de convivir pone de manifiesto la importancia que tiene la otra, el otro, (imagen de Dios) y facilita el asumir los criterios de valor que los padres transmiten como algo que es importante para la hija, el hijo, porque se traduce en propuestas para vivir con referencias claras, cuyo respeto afectan a lo medular de su persona. Por eso, se toma en serio lo que su padre o su madre le dice.
Cuando se dedica tiempo a hablar con los hijos es fácil suscitar en ellos deseos de mejora ya que se aprovecha, de forma natural, las distintas ocasiones en las que surgen lo típicos roces producto de la convivencia diaria para, en privado, hacer referencia a ellos. Y así, comentando y sugiriendo se posibilita que la hija, el hijo, acepte tomar como propio esas propuestas de mejora.
Esto, claro está, puede ser viable en aquellos hogares en los que la convivencia se vertebra sobre el diálogo, la confianza y el cariño, porque hay un denominador común que está compuesto por las buenas formas, el respeto, la serenidad y la alegría.
Qué diferencia con aquellos otros hogares en los que o no se corrige o cuando se hace se falta al respeto ridiculizando a la hija o al hijo. La consecuencia natural de dichas intervenciones es la gestación de deseos de venganza o de revancha, pero nunca de un ánimo de reconducirse o de rectificar.