Es el caso de las religiones de la América precolombina, sobre todo en Centroamérica o Mesoamérica, y principalmente en las grandes civilizaciones maya y azteca:
Ante las corrientes naturalistas y panteístas hoy en boga, no estaría de más recordar que algunas de las grandes religiones naturalistas que ha conocido la Historia humana han desarrollado los sacrificios humanos como una parte esencial de sus rituales y de toda su cosmovisión. Es el caso de las religiones de la América precolombina, sobre todo en Centroamérica o Mesoamérica, y principalmente en las grandes civilizaciones maya y azteca: las víctimas en los sacrificios humanos de estas religiones se contaban por miles al año, entre ellos, niños, con las más atroces bestialidades; los sacrificios eran exigidos para calmar las fuerzas naturales divinizadas. O también es el caso de cierta visión derivada del taoísmo chino, en la cual se hacía necesaria la eliminación de niñas arrojándolas a los ríos (masculinos), para compensar la relación de equilibrio entre el yin (principio femenino) y el yang (principio masculino) en la armonía del Tao, a la vez que con el fin de deshacerse de un exceso demográfico (es decir, un pre-malthusianismo).
Uso respetuoso de la naturaleza para el bien del hombre
Queda suficientemente claro, pues, que el hombre es dueño y señor de la tierra: es el rey de la Creación, porque así lo ha dispuesto el propio Dios Creador desde el principio.
Pero, una vez bien afirmado este principio frente a todos los errores que hoy dominan de forma muy general en el pensamiento actual, es necesario también matizar hasta dónde llega el poder del hombre sobre la Creación, sobre el entorno natural. Y esto, ciertamente, la propia Naturaleza, la propia Creación, viene a indicárselo, y una visión cristiana se lo hace ver de manera nítida: el límite del dominio del hombre sobre la Creación se encuentra allí donde, en vez de hacer uso de ella para su propio bien, comienza ya a causar su destrucción de un modo abusivo, que termina tornándose peligroso para la Creación y para la propia supervivencia del hombre.
En los relatos iniciales del Génesis, cabe observar que la desobediencia del hombre al precepto impuesto por Dios es, en cierto modo, una desobediencia en el uso inapropiado de un bien de la Creación, de un bien de la Naturaleza que Dios ha creado; la raíz se encuentra en el mal uso del libre albedrío del hombre, pero, según el relato bíblico, esto se debe a su vez a que el hombre se encapricha de un bien creado sobre el que Dios le ha señalado un límite, y el hombre desea ser como Dios, ser enteramente autosuficiente. Y lo dramático es que, a consecuencia de llevar a la práctica su desobediencia, la Creación entera, al igual que el interior del ser humano, experimentan una alteración muy grave en el orden con que Dios los había creado originalmente; incluso se rompe la relación de armonía entre el hombre y la Creación, entre el ser humano y el resto de las criaturas.
A partir de aquí viene que el hombre pueda, en el uso de su libre albedrío, hacer un uso correcto o incorrecto de los bienes naturales; un uso adecuado o inadecuado, un uso que no dañe al orden de la Creación o un uso abusivo que termine conduciendo a su destrucción y, en consecuencia, a la propia destrucción del hombre, pues puede acabar finalmente con los bienes que Dios le había dado para su sustento. Tristemente, al perderse la visión cristiana en el mundo occidental en nuestro tiempo, el daño causado por el hombre a la Creación es algo que crece cada día más; el hombre se concibe como autosuficiente y no ve límites ni en la Naturaleza ni en Dios. Paradójicamente, dos vertientes materialistas ofrecen hoy dos visiones enfrentadas entre sí, pero ambas absolutamente equivocadas acerca del hombre y del entorno natural: de un lado, la corriente materialista del progreso a cualquier precio, propia del capitalismo, del marxismo, del positivismo, del cientificismo…; por otra, la corriente materialista del ecologismo. Ante una y ante otra, pues, se hace urgente reivindicar la visión cristiana, que es la exacta y la única realmente equilibrada.