Usted está aquí

La Inmaculada Concepción

En la Sagrada Escritura

Como ya señalamos en el artículo anterior, la verdad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María está contenida en la Sagrada Escritura, concretamente en el tercer capítulo del Génesis (en el pasaje conocido como “Protoevangelio”), conforme a la interpretación que de él hicieron los Padres, los Doctores y la Liturgia; tras la caída de Adán y Eva, Dios se dirigió a la serpiente tentadora anunciándole que pondría hostilidades entre ella y la mujer, y entre las estirpes de una y de otra. Si María – que en la lucha contra la serpiente infernal se mantuvo unida a su Hijo – hubiera estado manchada en algún momento con el pecado original, no habría podido reinar entre Ella y el demonio esa sempiterna enemistad, sino que hubiera existido cierta servidumbre, todo lo cual lleva a reconocer que estuvo preservada de tal mancha.

            Por otra parte, en el Nuevo Testamento posee un valor especial el pasaje de la Anunciación[i], pues la salutación del arcángel San Gabriel, que se dirige a María como “la llena de gracia” (kejaristomene en griego),  revela que es perfectamente pura y que fue la sede de todas las divinas gracias, como lo ha entendido la Tradición católica.

En la Tradición

            A la hora de descubrir la manera en que la fe de la Iglesia ha creído en el privilegio de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen y la ha honrado por él, adquiere un valor especial el testimonio de la Liturgia, ya que, según recordaría el Papa Pío XII, fue celebrado anualmente por las antiguas liturgias, especialmente en Oriente, incluso entre las comunidades que luego se apartaron de la comunión con la Iglesia Católica, lo cual precisamente refleja la antigüedad de esta creencia.

Pero, además de la Liturgia, encontramos el testimonio de la Tradición patrística, pues los Santos Padres denominaron a María “lirio entre espinas, absolutamente virgen, inmaculada, siempre bendita, libre de todo contagio del pecado, árbol inmarcesible, fuente siempre pura, la única que es hija no de la muerte, sino de la vida; pura siempre y sin mancilla, santa y extraña a toda mancha de pecado”.

La Tradición oriental proclamó siempre este privilegio, ya que los Padres griegos contribuyeron notablemente a ilustrar, no sólo el misterio de la Maternidad divina de María, sino también el de su Inmaculada Concepción.

            Entre los teólogos de Occidente, hay que destacar principalmente algunos franciscanos o de fuerte inspiración franciscana: ante todo y siempre, el Beato Duns Escoto. En España, cabe destacar al genial mallorquín Raimundo Lulio (Ramón Llull), a Juan de Segovia y al gran jesuita Suárez, quien consideró que era un privilegio definible dogmáticamente, así como el de la Asunción.

En el Magisterio de la Iglesia

            Antes de la definición del dogma por el Beato Pío IX, el privilegio era objeto de un sentimiento constante en la Iglesia, según señaló el mismo Papa. De un modo singular y con un especial peso, el desarrollo de la doctrina estuvo confirmado por los Concilios y por las actas de los Romanos Pontífices, como recordaría más tarde Pío XII.

            En cuanto a la definición, antes de que se llegase a ella, como cumbre de un deseo cada vez más amplio en el seno de la Iglesia, fue preparada también en parte por las demandas de los reyes. Entre ellos, podemos resaltar dos casos: por una parte, el de Portugal, donde el rey con los representantes del pueblo reunidos en Cortes proclamaron a la Santísima Virgen por Patrona y juraron defender el privilegio de su Concepción Inmaculada, “para la gloria de Cristo nuestro Dios y exaltación de nuestra santa fe católica romana, conversión de los gentiles y retorno de los herejes”. Y, por otra parte, España la veneró igualmente como Patrona desde el siglo XVIII y los reyes intercedieron ante los Papas para que se proclamara dogmáticamente el privilegio; el Beato Pío IX reconocería a España esta labor y se concedería a la Iglesia de nuestra Patria, como un regalo especial, el uso del azul celeste como color litúrgico para la fiesta.

 

Lc 1,26-38

Carta Encíclica Fulgens Corona, 8-IX-1953, n. 6