El sol luce tibio dibujando sombras aladas que se van opacando a nuestro paso. Conscientes de que éste suave tiempo no se corresponde con la época, lo disfrutamos con mayor placer. Lo gozamos, a pesar de que sabemos que es evanescente, que la furia de la tormenta se esconde, agazapada, tras el pacífico horizonte.
Es el tiempo que nos anuncia el largo recorrido del invierno. Buen tiempo para pensar, para abstraernos mientras caminamos por el mundo de las ideas. Hay veces que la soledad elegida se convierte en un bello tributo que nos ofrece la existencia.
Animado por la paz que respiraba el día, decidí salir a pasear por la orilla del mar. Apenas había recorrido unos metros cuando me topé con un colorista anuncio que mostraba las múltiples posibilidades que brindaba un juego de azar a quienes participaran en él. La palabra “ilusión” coronaba el mensaje como si de una llave mágica se tratara. La panacea de nuestros deseos. La venta del mundo materialista que nos rodea. El camino que aboca a la felicidad del instante.
La infinita capacidad de disposición ilimitada de dinero amenazaba a los caminantes con la carencia de objetivos pendientes.
Pensé, Ilusión: la imagen que surge en nuestra conciencia sin causa real que la motive y sólo procede de la imaginación o del apaño de los sentidos. Magnífica definición de uno de los fútiles engaños que se ciernen permanentemente sobre nuestra vida cotidiana.
¿Cuántas cosas deslumbrantes pero tan vacías como la ausencia total aparecen ante nuestra vista? Mera ilusión.
Prometí no volver a dejarme sorprender por una fruslería, aún sabiendo que mi promesa sería vana, pues, a veces, se parece nuestra vida a un espejo y ello, nos causa un morboso placer que no somos capaces de esquivar. En ocasiones, nos convertimos en un vidrio vacío que nada, sino una ilusión, esconde tras su brillante superficie.
José Antonio Saco, un escritor y erudito cubano que representó a Cuba en las Cortes españolas a mediados del siglo XIX, defendía la prohibición de todos los juegos de azar. En su opinión, los males de su pueblo se debían a que, sus naturales, se dejaban seducir por las ilusiones que ofrecían los pasatiempos, las apuestas y los juegos de azar y que presas de estas tentaciones nunca se acordaban de trabajar.
Nunca me han gustado los juegos de azar, pero tampoco me apasiona el sentido del verbo prohibir, tan de moda entre nosotros. Creo en la libertad de cada uno para edificar su entorno, en su capacidad para cometer errores y retractarse de ellos.
Mecido por los vaivenes de mis pensamientos intenté buscar un término alternativo con el que pudiera liberarme de la ilusión que me perseguía.
El bullicio de la mañana traía hasta mí las risas de los niños y las discusiones de los mayores impidiendo que me concentrara en el desarrollo de mi argumento. No entendía como había podido transcurrir tanto tiempo sin notar que la palabra buscada se hallaba a mi lado: Esperanza, un estado de ánimo que nos acerca a nuestros deseos y la virtud teologal que nos permite creer con firmeza en que los bienes prometidos por Dios formarán parte de nuestro futuro.
La diferencia entre el término “ilusión” y la palabra “esperanza” es la que marca el sentido lógico de las personas. Entre los romanos, el término “ilusión” era peyorativo, genuino de ilusos, sinónimo de engañado. Propio de la persona que sueña con alcanzar objetivos pero que no realiza ningún esfuerzo por conseguirlos. Lo importante no es dejar de soñar sino dejar de trabajar para alcanzar tus sueños.
Reflexionar es intentar mirar hacia nuestro interior. Luchar contra nuestras aprensiones. Intentar reconstruir nuestro porvenir sin perder de vista la realidad que nos rodea. Tomar conciencia de nuestra pertenencia, de nuestra esencia. Porque sin esperanza es imposible vivir. Alimentar la esperanza es tan humano como respirar, como sentir. Es otra manera de existir. No hacer nada por cumplir tus esperanzas en convertirlas en ilusiones.
“Me mostró después un río de agua de vida, terso como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza y el río, de ambas partes, había el árbol de la vida, que da doce clases de frutos, uno al mes; cada fruto en su mes; y las hojas del árbol son para medicina de las gentes. Nada habrá allí que sea objeto de maldición...”[1] Porque la Palabra dice”He aquí que vengo presto y conmigo está mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras...”[2]
El cielo sigue estando azul, un transparente cendal está cubriéndolo desde el mar, El viento sur trae el aroma de las primeras horas de la tarde. Sigo escuchando el trepidante paso del silencio, pero las sombras han cambiado de lugar.