¡Qué guerra tan tremenda! Todos los días venían del frente de batalla amargas noticias que en mucha gente provocaban copiosas lágrimas por la pérdida de algún familiar o un amigo. Caravanas de heridos llegaban a las ciudades que todavía no habían sido afectadas por el fragor de los combates, y hasta el propio ejército sembraba el terror irrumpiendo súbitamente en las viviendas en busca de espías enemigos.
En medio de tan terribles acontecimientos, sólo una institución mantenía la calma en aquel pueblo: el hospital de las Hermanas de la caridad. A él acudían muchos de los que habían sido alcanzados en la lucha o personas aquejadas de enfermedades contagiosas que no habían encontrado donde los atendiesen, y recurrían al auxilio de las generosas monjas. Éstas los acogían y los rodeaban con toda clase de cuidados posibles. Además de ofrecerles medicamentos para el cuerpo, les enseñaban las verdades de la fe y, si era necesario, los preparaban para una buena muerte. Dios recompensaba la valentía de esas enfermeras religiosas impidiendo que ningún mal las contaminase.
Cierto día el timbre del hospital empezó a sonar con insistencia, seguido de violentos golpes en la puerta. A continuación se vio a la hermana portera yendo de aquí para allá buscando a la madre superiora. Parecía que estaba muy afligida. ¿Qué había sucedido? Un enorme suspense se apoderó de las demás religiosas…
- Madre, hay un montón de soldados en la entrada y exigen hacer una inspección. Cada vez golpean con más fuerza y temo que nuestra vieja puerta se venga abajo.
- Déjales que entren. Yo misma los atenderé.
- No, madre. A ver si le van a hacer daño. Es mejor que llamemos al alcalde o le pidamos ayuda al suegro de nuestra vecina, que es coronel…
- Hija mía, somos vírgenes consagradas a Cristo y no hay nada que temer. Si Él se entregó por nosotros hasta el final, ¿qué mal puede hacernos un puñado de militares enfurecidos?
Entonces la superiora y la hermana portera fueron al encuentro de los soldados, dirigidos por un malcarado capitán. Los atendieron en la sala de visitas, pero ellos no estaban muy interesados en charlar… Querían recorrer una por una todas las dependencias del edificio porque habían recibido varias denuncias de que allí se escondían varios espías enemigos.
Gentil y solícita, la madre los condujo a la gran enfermería, donde muchos pacientes estaban tumbados con sus caras desfiguradas por llagas y úlceras. Los militares, impresionados y dejando ver en sus fisonomías la repugnancia que les provocaba la escena, pasaron rápidamente al siguiente aposento. En este sitio, no obstante, se encontraban los que tenían dolencias en estado muy avanzado. Un olor insoportable impregnaba el ambiente, y esos rudos soldados se cubrieron la nariz con sus pañuelos.
Pero mientras que ellos trataban de salir de ese lugar tan maloliente, una joven hermana permanecía tranquila al lado de una de las camas limpiando cuidadosamente las heridas de uno de los infelices y lo animaba, sin demostrar un poco de aversión siquiera.
Después de haber recorrido todas las habitaciones -a paso apresurado, porque el espectáculo de tantos males los había dejado horrorizados-, el capitán le preguntó a la superiora:
- ¿Cuánto tiempo hace que usted trabaja aquí?
- Ah, señor, ya se han cumplido cuarenta años.
- ¿Cuarenta años? - exclamaron con él los demás soldados a la vez.
- ¡Qué osadía! - dijo el capitán.
Tras unos segundos de respetuoso silencio, prosiguió hablando:
- Cuando visitamos una de las enfermerías vi a una joven religiosa que serenamente cuidaba de uno de los pacientes, limpiándole sus llagas, y me preguntaba de dónde le viene tanta fuerza.
La superiora le respondió:
- Venga, se lo enseñaré…
Los llevó hasta el final de un largo pasillo y paró ante una gran puerta hecha de vidrios de colores, que filtraban la tenue luminosidad del recinto que custodiaba. Al abrirla, la superiora los invitó a que entrasen. Acto seguido hizo una solemne genuflexión, se arrodilló un instante en adoración a Jesús presente en el sagrario y, levantándose, dijo en voz baja y llena de veneración:
- Ahí está, señores, el secreto de nuestra fuerza.
Y señalando al sagrario, continuó:
- Viene de la Sagrada Eucaristía que recibimos diariamente. Y les puedo asegurar que el día en que el Santísimo Sacramento deje de estar aquí presente, nadie más tendrá el valor de permanecer en esta casa…
Aquellos soldados duros y groseros, que hacía tanto tiempo habían dejado de pensar en la religión, cayeron de rodillas como traspasados por los imponderables de la capilla. Envueltos por el colorido de los vitrales que tamizaban suavemente la luz de las ventanas, les parecía que allí sentían la presencia física de Jesús Sacramentado invitándolos, con su gracia, a la conversión.
Reflexionando sobre el amor con el que las monjas trataban a los afectados por las enfermedades más repugnantes, comprendieron cómo Aquel que dijo “amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12) era el único que podía hacerles capaces de tan arduo oficio, ejecutado en la más perfecta caridad. ¡Y qué lejos estaban ellos de ese mismo Jesús que ahora los estaba llamando!…
Con los ojos húmedos por la emoción, el capitán le dijo a la superiora:
- Quede en paz, madre, y perdone nuestra falta de delicadeza. No las molestaremos nunca más con inspecciones como ésta. Pero, por caridad, permítanos que volvamos aquí y nos encomendemos a Jesús Sacramentado cuando seamos llamados al frente.
Una semana después, ese mismo destacamento visitaba devotamente la capilla del hospital y marchaba a su destino. Su fe se difundió por el ejército entero y todos empezaron a rezar con ahínco para que Dios les diera la victoria. Y no tardaron en ser atendidos: ya en los primeros movimientos del combate supremo los enemigos huyeron, dejando el terreno libre de obstáculos. La paz se restableció definitivamente y los soldados fueron a rezar, agradecidos, un Te Deum en la catedral, reconociendo que la fuerza nunca viene del hombre o del poder de las armas. Cualesquiera que sean las circunstancias, nuestro auxilio siempre viene del Señor, “que hizo el cielo y la tierra” (Sal 120, 2).