Una muchedumbre alborotada se había reunido en la plaza y todos comentaban algo insólito: ¡nadie conseguía pescar nada en el mar!
- ¿Es que se han agotado todos los peces? –preguntaba uno.
- ¿Se avecinará un maremoto? –decía otro.
- ¿Los tiburones habrán devorado los cardúmenes? –se aventuraba a indagar un niño…
Cuestiones como éstas asaltaban a no pocos aldeanos, cuyo medio de subsistencia dependía de la pesca, especialmente abundante en esa región. Sin embargo, hacía semanas que los pescadores echaban las redes y anzuelos sin resultado alguno.
Mientras los habitantes intentaban entender el motivo de la tragedia, en el despacho de la basílica estaban reunidos el párroco y sus asistentes. Debatían la mejor manera de resolver otro problema: enfervorizar al pueblo, que cada día se hundía más en la preocupación por el dinero y las cosas materiales.
Varios intentos habían caído en el vacío… En la última convocatoria de una procesión con el Santísimo sacramento el número de fieles sólo había llegado a medio centenar, contando con los monaguillos, y eso que en las épocas de ardorosa piedad la aldea en peso se movilizaba. Los padres ya no llevaban a sus hijos a la catequesis, al considerarlo una pérdida de tiempo, y tampoco acudían ya a los sacramentos.
Un mes atrás algunos monjes habían recorrido barrio por barrio predicando la importancia del uso del agua bendita, incluso regalándole a cada familia una bonita vasija de porcelana para guardarla. No obstante, pocos se habían interesado. La mayoría de esas pequeñas vasijas “adornaban” ahora los armarios de la sacristía.
Se hallaban en pleno debate cuando suena el carrillón anunciando el Ángelus. Después de rezarlo, el padre Rafael sale para prepararse para la Misa de las seis y media.
Al entrar en el templo, su mirada se posó sobre Rubén y Marcelo, dos jóvenes hermanos que conversaban afligidos.
- ¿Acaso se van a acabar los peces en todos los mares del mundo? Me gustaba tanto ayudar a papá a pescar de madrugada –decía Marcelo, el más pequeño.
- ¡Vaya, y yo que quería convertirme en un experto pescador! –añadía el mayor.
El sacerdote se acercó y les saludó.
Empezaron a contarle lo confundidos que estaban los pescadores de la aldea con esa situación… Incluso su propio padre. Atento a los pormenores de la narración y percibiendo el desconcierto de sus inocentes cabecitas, el sacerdote les dijo:
- ¿Ya habéis rezado para pedirle a Dios su protección? Venid, tengo una cosa que daros.
Ya en la sacristía, les regaló dos de las vasijas de porcelana que contenían agua bendita y los instruyó al respecto de su poder para alejar a los demonios, sobre todo los que infestan los aires, promueven peleas y perjudican la vida de la gente.
Contestos como nunca, regresaron a su casa ansiosos por presentarles a sus parientes tan poderoso remedio. No obstante, nada más aparecieron por la esquina su madre les gritaba:
- ¿Estas son horas de llegar? ¡La noche ya se ha echado encima y os podría haber ocurrido alguna desgracia por el camino!
Rubén replicó con seguridad:
- No nos iría a pasar nada, porque el padre Rafael nos ha dado esta agua bendita que ahuyenta…
Y sin dejarle terminar, la madre le interrumpió diciendo:
- No hay duda de que la vasija es bonita. Pero ahí sólo hay agua con sal. Y si vais al mar, ¿qué veréis?: agua con sal… ¡y más abundante! No creo en el poder de esas absurdas creencias.
Así puso fin a la discusión y los dos se fueron a dormir desilusionados.
Al amanecer, Rubén se levantó pensando acercarse a la basílica para pedirle un consejo al párroco. Fue a llamar a su hermano, pero no lo encontró en la cama. ¿Dónde se habría metido? Preocupado, tras haber estado buscándolo, bajó hasta la playa siguiendo un rastro y vio a Marcelo sentado sobre unas rocas, mojándose con las suaves olas que allí rompían. Con la cabeza apoyada en las manos miraba al agua, admirado. ¿Qué estaría viendo?
Al notar la presencia de Rubén, le dice:
- ¡Fíjate! ¡Mira qué lindos cardúmenes! Nunca había visto tantos peces como esos: unos azules con amarillo, otros rojos…
Acercándose, pero sin entender si su hermanito estaba despierto o soñando, Rubén miró hacia el agua cristalina.
- ¡Guau! ¡Han vuelto los peces!
¡Pero tan bonitos como éstos no los había visto tampoco!
Marcelo le explicó lo que había pasado:
- Estuve meditando durante toda la noche sobre las palabras de mamá… Vine aquí muy temprano y eché un poco de agua bendita en el agua del mar, para ver qué diferencia había: en el sitio donde cayó, empezaron a aparecer esos bancos de peces.
Rubén se quedó pensando unos instantes y salió corriendo hacia la iglesia para avisar al padre Rafael. Al percibir en ese hecho la mano de Dios, fue a la playa apresuradamente. Cuando llegó a la orilla, vio la cantidad de peces que subían de las profundidades. Aunque sólo estaban donde Marcelo había echado agua bendita.
Entonces convocó a los pecadores para que se reunieran allí mismo. Una multitud acudió a toda prisa para ver qué era lo que estaba pasando. Subiéndose en un pequeño promontorio, el sacerdote hizo una predicación, explicándole al pueblo que le falta de peces había sido obra del demonio. Dios permitió ese mal por la tibieza y la falta de oración de todos. Sin embargo, bastó la fe de dos inocente niños y un poco de agua bendita para que el Maligno huyera aterrorizado.
La asamblea escuchaba inmóvíl y silenciosa.
El párroco se puso a recorrer la playa de un extremo al otro, aspergiéndola con el hisopo. Después, ordenó a los pescadores que se adentrasen en el mar, echasen las redes y… ¡oh prodigio! Ni siquiera conseguían subirlas a los barcos, de tan pesadas como estaban. Los peces, antes ausentes, saltaban entre las olas, como si estuvieran exultantes de alegría. ¡Jamás habían tenido en sus mares una pesca tan abundante y de tanta calidad!
El pueblo cayó de rodillas alabando a Dios, y todos creyeron en el poder del agua bendita. Un brote de fervor inflamó la aldea: la iglesia volvió a llenarse los domingos, la frecuencia a los sacramentos se fue acrecentando y la devoción al agua bendita creció tanto hasta el punto de contagiar a las localidades vecinas.