“Aunque un hombre engendrare cien hijos, y muchos años viviere, si su alma no se sació de felicidad, más feliz que él es el abortivo, pues éste viene en vano, y en la oscuridad se va, y en la oscuridad su nombre queda cubierto; ni siquiera ha visto el sol, sin embargo goza éste de más tranquilidad que aquél.” (Eclesiastés).
Por este escrito ya los hombres del ayer, sin tantos datos científicos como los que hoy poseemos, creían que un ser engendrado era una persona humana. Hoy la ciencia lo confirma: desde que se produce la fecundación mediante la unión del espermatozoide con el óvulo, surge un nuevo ser humano distinto de todos los que han existido, existen y existirán. Desde ese primer instante, la vida del nuevo ser merece respeto y protección, porque el desarrollo humano es un continuo en el que no hay saltos cualitativos, sino la progresiva realización de ese destino personal.
Todo intento de algunas personas de distinguir entre el no nacido y el nacido en relación con su condición humana carece de fundamento. La ciencia demuestra rotundamente que el ser humano recién concebido es el mismo, y no otro, que el que después se convertirá en bebe, en niño, en joven, en adulto y en anciano. No tiene sentido decir que un niño proviene de un feto, del mismo modo que un adulto no proviene de un niño, sino que antes fue un niño, y siempre es el mismo ser humano, desde el principio. Con sentido común vemos que de la unión de gametos vegetales sólo sale un vegetal; de gametos animales no racionales, sólo sale un animal. Y de la unión de gametos humanos, se crea un nuevo ser de la especie humana. Así de sencillo, claro y rotundo.