Tanto el historiador Tácito, en su obra Annales, como el Papa Clemente, en su Carta a los Corintios, testifican que muchos cristianos sufrieron martirio en medio de indecibles tormentos con la persecución desencadenada por el emperador Nerón después del incendio de Roma, en el año 64.
Algunos de ellos fueron quemados como antorchas y otros crucificados o echados como alimento de animales salvajes. Estos mártires murieron antes que San Pablo y San Pedro y son llamados "Los discípulos de los Apóstoles".
Pongamos ante nuestros ojos a los santos apóstoles. A Pedro, que, por una hostil emulación, tuvo que soportar no una o dos, sino innumerables dificultades, hasta sufrir el martirio y llegar así a la posesión de la gloria merecida. Esta misma envidia y rivalidad dio a Pablo ocasión de alcanzar el premio debido a la paciencia: en repetidas ocasiones, fue encarcelado, obligado a huir, apedreado y, habiéndose convertido en mensajero de la palabra en el Oriente y en el Occidente, su fe se hizo patente a todos, ya que, después de haber enseñado a todo el mundo el camino de la justicia, habiendo llegado hasta el extremo Occidente, sufrió el martirio de parte de las autoridades y, de este modo, partió de este mundo hacia el lugar santo, dejándonos un ejemplo perfecto de paciencia.
A estos hombres, maestros de una vida santa, vino a agregarse una gran multitud de elegidos que, habiendo sufrido muchos suplicios y tormentos también por emulación, se han convertido para nosotros en un magnífico ejemplo. Por envidia fueron perseguidas muchas mujeres que, cual nuevas Danaides y Dirces, sufriendo graves y nefandos suplicios, corrieron hasta el fin la ardua carrera de la fe y, superando la fragilidad de su sexo, obtuvieron un premio memorable. La envidia de los perseguidores hizo que los ánimos de las esposas se retrajesen de sus maridos, trastornando así aquella afirmación de nuestro padre Adán: ¡Ésta si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! La emulación y la rivalidad destruyó grandes ciudades e hizo desaparecer totalmente poblaciones numerosas.
Todo esto, carísimos, os lo escribimos no sólo para recordaros vuestra obligación, sino también para recordarnos la nuestra, ya que todos nos hallamos en la misma palestra y tenemos que luchar el mismo combate. Por esto, debemos abandonar las preocupaciones inútiles y vanas y poner toda nuestra atención en la gloriosa y venerable regla de nuestra tradición, para que veamos qué es lo que complace y agrada a nuestro Hacedor.
Fijémonos atentamente en la sangre de Cristo y démonos cuenta de cuán valiosa es a los ojos de Dios y Padre suyo, ya que, derramada por nuestra salvación, ofreció todo el mundo la gracia de la conversión.