Mientras estaba en clase de Matemáticas, el pensamiento del pequeño Luís volaba hacia otros parajes:
-Hoy es el último día de colegio y pronto será Navidad. El año pasado recibí muchos regalos… me deleité con estupendas comidas… visité muchos lugares durante las vacaciones… ¿Cómo será este año?
El toque del timbre clausuraba las clases y todos se despidieron, deseándose una Feliz Navidad.
Algunos niños vivían en un pueblecito que distaba a pocos Kilómetros de la escuela, los cuales solían recorrer juntos.
-Es mejor que nos vayamos ya a casa, porque está oscureciendo –aconsejaba Roberto a sus amigos.
-¿Qué os parece si vamos por el sendero de los lapachos? –sugería Pedro.
-¡Oh, no! Es muy largo, polvoriento y… peligroso.
-Felipe deja de ser miedoso. Es una buena idea y podemos divertirnos –decía Marcos.
Entre piedras y agujeros iban andando por el sendero charlando:
-José, ¿qué vas a hacer estos días? Enseguida será Navidad y seguro que tu familia se irá de viaje para descansar, ¿no es así? –indagaba Luis.
-¡No, no! Mi familia es muy católica y desde pequeño he aprendido que debemos preparar el alma para recibir al Niño Jesús. En Navidad, a medianoche nos reuniremos en la iglesia de Santa Inés para oír la Misa del Gallo.
-¿Qué? ¿Todavía vas a la Misa del Gallo? Mi madre siempre me insiste para que la acompañe, pero no tengo fuerzas para levantarme de la cama…
-Luís, ¿no vas a adorar al Niño Jesús que se hizo hombre para salvarnos? –le preguntó Pedro sorprendido.
-¿Quién me garantiza que existe? Nunca lo he visto. ¡Yo no creo! Lo único bueno de la Navidad son las comidas y los regalos.
-¿No te da vergüenza decir eso, Luis? No es lo que tu madre te ha enseñado. Conocemos muy bien a Genoveva y es muy piadosa. ¿Qué te ha pasado? –le contestó Marcos.
-¡Parad de hacerme tantas preguntas!
Acelerando el paso. Luís se adelantó nervioso y pensativo. La noche estaba cayendo y en el bosque sólo se oía el cricrí de los grillos y el chirriar de las cigarras.
De repente… ¡Cataplum!
-¡Ay, ay! ¡Ayudadme!
-¿Otra vez, Andrés? Andas siempre distraído y estás cayéndote a cada rato… ‒le replicaba Felipe malhumorado.
-Ahora no ha sido una distracción: me he tropezado con algo.
La imagen del Niño Jesús
Los niños se reunieron alrededor de Andrés. Incluso Luís se acercó por curiosidad.
-¿Qué será? –preguntó Marcos.
-Creo que sólo es una rama –dijo Pedro.
-¡No! Parece una caja. ¿Será un tesoro? ¡Vamos, ábrela! –insistía Luís.
Desenterraron el misterioso objeto: era una pequeña arca cubierta por el polvo del camino. La abrieron rápidamente y… ¡oh maravilla!
-¡Qué imagen del Niño Jesús más hermosa! Mirad los detalles: ¡son de oro! –dijo Pedro asombrado.
-¡Es la más bonita que jamás he visto! –exclamaba Marcos.
Se quedaron estupefactos con la perfección del Niño: vestía una túnica azul y oro, su cabello era castaño‒claro y sus ojos azueles, su rostro gracioso estaba iluminado por una mirada penetrante. Hubo un momento de silencio…
-¿Quién se la va a quedar? –preguntó Pedro.
-Conmigo, por supuesto. Yo he sido el que me he tropezado con ella –sentenció Andrés.
-¡No, no! Todos hemos pasado por aquí. Tú sólo te has caído por ser el más distraído. Vamos a echarlo a suertes para saber con quién se quiere quedar el Niño Jesús –decretó Roberto y todos estuvieron de acuerdo.
Pero he aquí que tal dicha le tocó a Luís…
-¡Vaya! Precisamente el que no cree en el Niño Jesús –se quejaba Andrés. Si no la quiere, yo la cojo. Será una gracia enorme quedarme con ella.
De hecho, aunque Luís no creía en el Niño Jesús la acepto… con una misteriosa sonrisa.
Anduvieron un poco más y llegaron al pueblo. Genoveva esperaba aprensiva a su hijo, pues estaba tardando demasiado. Tan pronto como la vio, el pequeño Luís le enseñó la delicada imagen que llevaba en sus manos:
-Mamá, hoy hemos venido por el sendero de los lapachos. Y mira lo que nos hemos encontrado en el camino: ¡tiene adornos en oro! Voy a venderla por un buen precio… En Navidad, sin duda que habrá un comprador.
-No, hijo mío. Eso es una señal del Niño Dios para que seas más fervoroso y regreses a la iglesia. Desde que tu padre murió abandonaste la vida de piedad y temo por tu futuro.
-Lo voy a pensar y mañana hablaremos.
Luís cogió la imagen y la metió en su armario. Cansado de un día lleno de actividades, cenó y se fue a dormir.
En mitad de la noche, oyó un suave golpe en la puerta.
-¡Ay, Dios mío! ¿Qué querrá mi madre a estas horas?
Pero todo estaba tranquilo…
-Creo que ha sido un sueño –pensó, y se volvió a dormir.
Unos minutos después, otro golpe… Luís se levantó y agudizó el oído.
-¡Qué extraño! El ruido procede del armario. Y allí está el Niño Jesús… ¡No puede ser!
Una vez más comenzaba a dormirse cuando oyó el mismo golpe. Vencido por la insistencia, no se aguantó más, abandonó la cama y se acercó al mueble con cierto recelo… Nuevos golpecitos despejaron cualquier duda. Puso la oreja en la puerta y escuchó una voz infantil que le decía:
-¿Por qué me rechazas? ¿No quieres entregarme tu corazón?
A Luís le cambió el semblante. Cayó de rodillas y empezó a llorar. Sin embargo, no tardó mucho tiempo para que su tristeza se transformara en alegría. Asumido por el entusiasmo, abrió el armario, cogió con veneración al Niño Jesús y salió corriendo hacia su madre. Genoveva, que había pasado la noche despierta y triste rezando por su hijo, se llevó un sobresalto al verlo entrar en su habitación gritando:
-¡Mamá, mamá! Con la hermosa imagen en sus brazos, Luís se lo contó todo y, con la voz entrecortada por la emoción, concluyó:
-Ahora sé que Él existe. Sí, porque le he oído en mi interior.
Aquella Nochebuena Genoveva no fue sola a Misa del Gallo y Luís iba contando a quien se encontraba cómo había sido su conversión, para que las divinas palabras del Niño Jesús tocaran todos los corazones, como había tocado el suyo.