Además de ser el Papa de la Asunción, Pío XII puede ser considerado en buena medida como el Papa de la Realeza de María, ya que, cuatro años después de la definición de aquel dogma, instituyó la fiesta que tenía por objeto la dignidad regia de la Virgen, por medio de la Encíclica Ad Coeli Reginam, promulgada el 11 de octubre de 1954. Ciertamente, era la consecuencia necesaria derivada de la Asunción de la Madre de Dios y de su glorificación celestial. En relación con tal tema, es importante tener en cuenta también la alocución Le testimonianze, que dirigió en la Basílica de San Pedro al Congreso Mariológico Internacional menos de un mes después, el 1 de noviembre del año mencionado. Aquí vamos a centrarnos sobre todo en el magisterio de este Papa al respecto.
Felicidad eterna de María
En el radiomensaje al Congreso Mariano de Sicilia en 1954, Pío XII afirmaba: “Sin duda, María es en el Cielo eternamente feliz y no sufre ni dolor ni tristeza; pero no permanece insensible, antes bien alienta siempre amor y piedad para el desgraciado género humano a quien fue dada por Madre”.
Como consecuencia de su gloriosa Asunción en cuerpo y alma, María se encuentra allí completa como persona y gozando de la visión de Dios y de la Humanidad de su Hijo Jesucristo, de la dicha eterna junto a Él; por lo tanto, Ella es completamente feliz en el Cielo, glorificada en su alma y también en su cuerpo, el cual no conoció la corrupción del sepulcro, y así reina ahora “vestida de sol y coronada de estrellas”. Ciertamente, no sólo Dios es alabado por los ángeles en la gloria celestial, sino que lo es asimismo María. Ella es la alegría de los santos que moran en el Cielo y que contemplan ya al Creador y a la Virgen Madre, porque les presenta a su Hijo.
Ahora bien, desde la gloria, María no se despreocupa de sus hijos que aún están inmersos en la peregrinación terrenal, sino que sigue llena de amor y compasión hacia ellos y no deja de ayudarles, principalmente por su intercesión. En efecto, al decir del mismo Venerable Pío XII: “Ella no cesa de derramar sobre los pueblos de la tierra y sobre todas las clases sociales la abundancia de las gracias. […] Reina más que ninguna por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones divinos, Ella no cesa de conceder todos los tesoros de su afecto y de sus dulces premuras a la mísera Humanidad. Lejos de estar fundados sobre las exigencias de sus derechos y de un altivo dominio, el Reino de María no tiene más que una aspiración: la plena entrega de Sí en su más alta y total generosidad” (Alocución Le testimonianze en la Basílica de San Pedro, 1954).
Coronación en la gloria
El inicio de la encíclica Fulgens Corona de 8 de septiembre de 1953 comenzaba considerando “la refulgente corona de gloria con que el Señor ciñó la frente purísima de la Virgen Madre de Dios”. En efecto, Pío XII, acorde con la Tradición cristiana, tiene presente que María fue recibida con honores en el Cielo y ha sido coronada por Dios en la gloria, pues incluso el rezo del Rosario termina con el recuerdo de este misterio.
Uno de los textos que tal vez mejor recoja en pocas palabras la coronación de la Santísima Virgen en el Cielo es el siguiente, en el que el Papa, refiriéndose a la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Fátima en 1946, decía que esa ceremonia evocaba “otras muchedumbres mucho más incontables, otras aclamaciones mucho más fervorosas, otros triunfos mucho más divinos, otra hora -eternamente solemne- en el día sin ocaso de la eternidad, cuando la Virgen gloriosa, entrando triunfante en la Patria celestial, fue, a través de las jerarquías bienaventuradas y de los coros angélicos, sublimada hasta el trono de la Trinidad beatísima, que, ciñéndole las sienes de triple diadema de gloria, la presentó a la corte celestial, sentada a la diestra del Rey inmortal de los siglos y coronada «Reina del Universo»”.