Según había anunciado el Salvador, antes que pasase aquella generación.
Señales que precedieron a la ruina de Jerusalén
Espantosas eran estas predicciones, y espantoso también fue su cumplimiento. Pero Dios, que es bondad infinita, quiso amonestar a los hebreos con algunas señales horribles y extrañas que día y noche se manifestaban. El día de Pentecostés se oyó en el templo una voz, que sin saberse de dónde venía, hacía resonar estas palabras: “Salgamos de aquí, salgamos de aquí.”
Un hombre llamado Anán, que venía del campo, apenas entró en la ciudad comenzó a gritar:
- ¡Ay del templo, ay de Jerusalén; voz de Oriente, voz de Occidente, voz de los cuatro vientos; ay del templo, ay de Jerusalén!
Fue preso, encarcelado y azotado, pero no cesaba de repetir las mismas palabras, por las murallas y por las calles de la ciudad. Así continuó por espacio de tres años, hasta que una vez exclamando: -¡Ay de mí mismo!-, fue herido por una piedra en la cabeza y murió.
Una noche apareció alrededor del templo y del altar una luz tan viva, que durante media hora brilló como si fuese mediodía. Una de las puertas del templo, de bronce, y tan pesada que se necesitaban veinte hombres para cerrarla, se abrió por sí sola. Algunos días después en todos los pueblos cercanos a Jerusalén se vieron en el aire ejércitos en orden de batalla, que rodeaban la ciudad. Apareció un cometa que arrojaba llamas, como rayos; y una estrella, en forma de espada, permaneció un año suspendida en el aire con la punta vuelta hacia Jerusalén. Estas fueron las señales prodigiosas que día y noche anunciaron a esta ciudad su próxima ruina, llamándola a penitencia.
Destrucción de la ciudad y dispersión de los judíos
Los judíos estaban aterrados; pero nadie pensaba en invocar la misericordia de Dios. Entretanto vieron que rodeaba la ciudad un ejército romano, guiado al principio por un célebre guerrero, llamado Vespasiano, y más tarde por su hijo Tito. Estos fueron, sin saberlo, instrumentos de la ira de Dios, para realizar cuanto estaba escrito en el Evangelio respecto al exterminio de los judíos. Sitiaron la ciudad a dos millas de distancia, y cerraron todas las salidas. Esto tuvo lugar hacia las solemnidades pascuales. Así es que muchos judíos quedaron encerrados en la ciudad, y la escasez de víveres se hizo sentir enseguida de forma terrible. Los habitantes se vieron reducidos a comer cualquier clase de alimentos; y hasta se arrancaban de las manos unos a otros las cosas más asquerosas para saciar su hambre rabiosa. Para tener una idea de los excesos a que la miseria les condujo, basta ver lo que una madre hizo con su inocente hijo:
- ¡Desgraciado! -le dijo-, ¿para qué te conservo la vida? ¿Para sufrir mil tormentos antes que mueras o padezcas espantosa esclavitud?
Y diciendo esto lo mata, lo descuartiza, lo cuece y come la mitad y esconde el resto. ¡Horror!, que los mismos que lo presenciaron a duras penas pudieron creerlo.
Tito, que ya se había apoderado de una parte de la ciudad, dio el asalto al Templo y prendió fuego a las puertas, dando orden de que se conservara intacto el cuerpo del edificio. Pero un soldado romano tomó un tizón ardiendo y lo arrojó al interior del Templo, de donde el fuego se propagó y fueron inútiles los esfuerzos de Tito para contenerlo; de suerte que el Templo quedó reducido a cenizas.
Los romanos dieron muerte a cuantos cayeron en sus manos, y lo llevaron a sangre y fuego.
Así se cumplieron las desgracias que Jesús había anunciado que caerían sobre Jerusalén. El mismo Tito confesó que el buen éxito de la empresa no era debido a él, que no había sido más que un instrumento de la ira de Dios. En la destrucción de Jerusalén murieron un millón y cien mil habitantes. Los demás judíos se dispersaron por todo el mundo y fueron condenados a andar errando sin príncipe, sin altar y sin sacrificio, entre naciones extranjeras hasta el fin del mundo, en cuya época abrirán los ojos y reconocerán por su Dios a Aquél a quien crucificaron.