Corría tranquilo el año de 1777 en la pequeña localidad de Bouzillé, en los dominios de los señores de Bonchamps. Michel Pajot, de tan sólo 6 años, vivía allí en el seno de una familia fervorosamente católica, en una casa sencilla y acogedora, aunque no era rica.
En su habitación no existía más adorno que un bonito cuadro, regalo de la señora de Bonchamps a su abuela. Representaba a un niño que estaba atravesando un puente carcomido por el tiempo y que había puesto un pie en una de la grietas de la madera, exponiéndose a caer en un río de tan fuerte corriente que su alborotada espuma lo cubría de orilla a orilla. Al lado del muchacho, sonriente y solícito, se encontraba un ángel, listo para socorrer a su protegido.
La señora Pajot, su extremosa madre, le había enseñado al pequeño la tradicional oración dirigida a ese amigo para todas los horas: “Ángel de Dios, que eres mi custodia…”, y le aseguraba que San Miguel era su patrono, de quien había tomado su nombre y a quien lo había consagrado desde su nacimiento. Todos los días, antes de acostarse, el niño se arrodillaba y repetía la oración.
Con el paso del tiempo, el cuadro fue retirado de la habitación de Michel, pues ya no condecía con su edad. A partir de entonces, el jovencito se olvidaba con frecuencia de rezarle a su ángel y la convivencia con su protector quedó en las brumas de la infancia.
La campana enmudeció
Cuando Michel contaba ya con 21 años, la impiedad y la persecución se propagaron por toda Francia, y la remota población de Bouzillé no quedó ajena a ellas. La campana de la iglesia enmudeció, los niños ya no acudían a la sacristía para recibir las enseñanzas elementales, e incluso temían quedarse jugando en las calles. Después de sufrir muchas humillaciones, el anciano y bondadoso párroco acabó siendo preso por los jacobinos y sacado de la aldea.
Un domingo por la mañana, disgustado por no haber podido asistir a Misa en el templo parroquial, transformado en almacén por los revolucionarios, Michel salió de casa a fin de recoger algunas patatas para la comida. Se disponía a dejar la huerta cuando una voz desconocida lo llama:
-¡Joven!
Al volverse vio a un hombre de mediana edad que iba vestido de campesino, aunque su acento no era como para ser de campo…
-Voy de viaje, anduve toda la noche y necesito descansar un rato. ¿Me aceptarían en tu casa?
No se esperaba semejante pedido, mucho menos en las circunstancias de aquel momento… ¿Cómo iba a hospedar a un extrañó en época de tantos temores? Entonces le preguntó:
-¿Quién es usted y de dónde viene?
-Me llamo Pierre y vengo de los alrededores de Nantes -le respondió el desconocido.
-¿Y cómo están las cosas por aquellas tierras?
-Días tristes y “cielo nublado”…
Michel entendió que el desconocido empleaba términos metafóricos. Por su lenguaje, el hombre no era adepto de los peligrosos revolucionarios. ¿Quién sabe si no sería un hombre de fe? Y el joven agricultor le respondió en el mismo tono:
-Bueno, amigo mío, aquí en Bouzillé el cielo “promete lluvia”, pero aún tenemos algunos rayos de luz… ¿Qué tal si buscamos sombra dentro de casa?
Entró con Pierre, que observó, bajo una imagen de la Virgen, un pequeño papel en el cual estaba escrito en letras casi infantiles: “Dieu et le roi”, Dios y el rey. Eran las intenciones de las oraciones familiares: la gloria de Dios y la liberación del monarca francés recién encarcelado por la revolución. Indicando hacia el altarcito, el inusitado visitante dijo:
-Tu familia es bastante católica, ¿no?
Michel se mordió los labios y temió revelar sus convicciones al desconocido. Parecía buena persona, sin embargo, podría haber sido enviado por los jacobinos… Una afirmación imprudente podría costarle la vida.
La Santa Misa con un poco de vino y pan
-No te preocupes –continuó Pierre–, hoy mismo podrás asistir a la Santa Misa. ¿Me puedes conseguir un poco de vino y de pan?
Atónito, Michel no sabía qué decir. ¿Quién era ese hombre que prometía una Misa, si el párroco estaba preso, según decían, en una de las infectas galeras de La Rochelle?
Ante su vacilación, el forastero abrió su bolsa y sacó el material necesario para celebrar el Santo Sacrificio: un pequeño cáliz y una patena dorados, ornamentos litúrgicos sencillos, pero muy limpios, una estola bordado con cruces y una casulla cuidadosamente doblada. No necesitaba más explicaciones. Llamó a sus padres y todos asistieron con suma piedad a la Misa de aquel sacerdote fugitivo.
En el momento de la homilía, el padre Pierre se dirigió al joven:
-Michel, no he venido a esta casa por casualidad. Me dirigía hacia Marsella cuando un joven fuera de lo común empezó a caminar a mi lado. Sus palabras me cautivaron y, aunque pareciera una locura, acepté sin dudar la petición que me hizo de cambiar mi ruta para que celebrara la Eucaristía aquí. Decía que se llamaba Miguel y que era muy amigo de tu familia.
La devoción de su infancia le inflamó nuevamente el corazón. Con el tiempo, se había olvidado de su santo protector, pero el gran San Miguel jamás había dejado de estar a su lado. Mientras comulgaba lloraba emocionado y después de la Misa quiso hacer una confesión general, declarando al sacerdote su ingratitud y frialdad. Al día siguiente, se despidió de él conmovido.
Pasaron unos meses y el “cielo se nubló” también en Bouzillé… Algunos de los jóvenes más osados del lugar se marcharon para evitar ser reclutados a la fuerza por las milicias revolucionarias; otros, menos valientes, renunciaron a la religión de sus mayores, como precio de su permanencia en el pueblo.
Michel se quedó, pero sin haber renegado de la fe. Lleno de confianza en la ayuda de su angélico protector, no temía a nada. Y cuando una chusma furiosa de jacobinos quiso profanar la imagen de la Madre de Dios, que aún era venerada en la parroquia por algunos aldeanos más intrépidos, luchó como un león hasta la muerte para defenderla. Gracias a su heroica resistencia unas piadosas mujeres consiguieron esconderla en un sitio seguro.
Se cuenta en Bouzillé que, al recibir el golpe mortal, Michel cayó con serenidad y logró hacer con desinhibición una gran señal de la cruz.
A su lado, algunos vieron que un joven lleno de luz lo sujetaban con delicadeza y, tan pronto como exhaló el último suspiro, condujo su bella alma hacia el Cielo.