En una pequeña y apacible ciudad, en tierras lejanas, vivía monseñor Pedro Mendoza, un obispo lleno de amor a Dios y grandeza de alma, dispuesto siempre a ayudar, como buen pastor, a las ovejas de su rebaño. Le gustaba ir a visitar a los enfermos para administrarles los sacramentos, animarles a practicar la virtud y enseñarles que el sufrimiento, además de ser un signo de predilección divina, es un excelente medio de santificación.
Con ardiente fervor celebraba Misa por la mañana y después se pasaba horas sentado en el confesionario, con el deseo de ser un instrumento de Dios para reconciliar a los pecadores arrepentidos. Organizaba todos los años solemnísimas ceremonias para la Confirmación y con frecuencia -¡Oh alegría!- ordenaba a nuevos ministros de Dios. Hacía hincapié en que las celebraciones de las bodas estuvieran revestidas de pompa y decoro, manteniendo viva en las almas la noción de que en el sacramento del Matrimonio se crea un vínculo sagrado que ningún hombre puede romper.
El piadoso obispo también tenía la costumbre de rezar el Rosario diariamente, caminando por los alrededores del palacio arzobispal, dando oportunidad a que todos lo vieran y recibieran su bendición.
En cierta ocasión, el juez del municipio le invitó a que celebrara las nupcias de su hija Adelia, que se llevaría a cabo en la iglesia de la Sagrada Familia, un hermoso templo situado en las inmediaciones de la ciudad. Mons. Mendoza aceptó la invitación y se programó la hora en la que tendría que salir del palacio la fecha del casamiento, para poder ir andando hasta la iglesia rezando el Rosario. Haciendo los cálculos, llegaría con tiempo suficiente para ponerse los ornamentos y ultimar los detalles de la celebración, que estaba fijada para las seis de la tarde.
Suplicaba confesión
El día de la boda, cuando se estaba preparando para la salida, su secretario le avisa que un hombre, muy afligido, suplicaba confesarse con el señor obispo. Tras consultar el reloj vio que tan sólo disponía de diez minutos y se dejaba pasar a ese hombre se retrasaría para la ceremonia…
Sin dudarlo un instante, se arrodilló y rezó:
-¡Oh santo Ángel de la guarda protector de esta alma que viene a buscarme en un momento tan inoportuno, hagamos un trato: yo lo atenderé y tú a cambio me ayudarás a que no me atrase para celebrar la boda!
Confiado, mandó que entrara el hombre. Lo oyó en confesión, le aconsejó y le dio ánimos. Tras la absolución, lo despidió con una paterna bendición.
-¡Que Dios se lo recompense a Vuestra Excelencia! -le dijo el penitente antes de marcharse-, y espero no haberle entorpecido sus horarios.
Horarios… ¡era precisamente lo que le preocupaba a Mons. Mendoza! Sin embargo, no dejó translucir sus pensamientos, y le respondió que se había quedado muy satisfecho con ayudarlo.
Tan pronto como el hombre salió, el prelado se levantó y comenzó a andar a paso rápido. Cogió un atajo y se fue por un antiguo camino de tierra que serpenteaba en medio del bosque. Mientras avanzaba bajo los frondosos árboles, en cuyas ramas cantaban coloridos pajarillos, iba desgranando las cuentas del rosario.
Después de unos veinte minutos llegó a un claro, desconocido para él. Hacia cualquier parte que mirase sólo veía árboles y más árboles… ¡ni un sendero siquiera! ¿Cómo era posible que se desviara tanto de su dirección, hasta el punto de llegar a un sitio tan alejado?
Tratando de descubrir cuál sería el mejor camino que tomar, avistó un riachuelo y pensó: “Voy a seguir el curso del agua, confiando en el ángel de la guarda de aquel hombre”. Y es lo que hizo.
Encontrarse con Dios
De repente, se encontró con una humilde casita y, sin titubear, llamó a la puerta. Quizá el que viviera allí podría darle algunas indicaciones. Le abrió una mujer y, al percibir que era el obispo, se llenó de admiración. En ese momento se oyó la voz de otra persona que procedía del interior de la vivienda y Mons. Mendoza quiso saber quién era:
-Es mi padre -dijo la mujer. Está muriéndose, pero no deja de afirmar que no se va a morir…
-¿Podría verlo rápidamente? -preguntó el obispo.
-¡Claro! -le respondió, y lo condujo hasta la habitación del enfermo.
Era una persona muy mayor, escuálida, que casi no veía. Soló notó la presencia del prelado cuando éste se acercó a su oído y le dijo unas palabras. El enfermo respondió con entera seguridad:
-¡No, no me moriré pronto!
-¿Por qué dice usted eso?
-¡Porque soy católico!
-¡Vaya, yo también lo soy! Y por caridad le estoy asegurando que su salud está muy grave, por eso necesita prepararse para encontrarse con Dios.
-Pero le digo totalmente convencido de que no me moriré enseguida. Desde los 7 años, cuando hice la Primera Comunión, le pido todos los días a mi ángel de la guarda la gracia de no morir sin recibir los últimos sacramentos. Tengo la certeza de que me recuperaré para levantarme de esta cama e ir a la ciudad a buscar a un sacerdote. Por eso insisto diciendo que no me moriré pronto.
Conteniendo las lágrimas, Mons. Mendoza comprendió, en ese instante, todo lo que le había ocurrido: era un acuerdo entre ángeles de la guarda, cada uno queriendo favorecer a su protegido. Primero, el hombre que lo fue a buscar a la hora de la salida; ahora, el devoto moribundo; finalmente, él mismo, cuyo corazón sacerdotal exultaba de felicidad al hacer el bien a las almas. Entonces le dijo al enfermo:
-Hijo mío, tus oraciones han sido escuchadas. Yo soy tu obispo y nunca hubiera llegado hasta esta casa si no me hubiera perdido en el bosque. No hay duda de que tu ángel de la guarda me condujo hasta aquí.
Consoladísimo y fortalecido en la fe, el doliente hizo una excelente confesión y recibió la Unción de los Enfermos. Al día siguiente, al amanecer, entregaba su alma a Dios.
¿Y la boda de la hija del juez?
Mons. Mendoza salió de la cabaña montado en un airoso borrico que la mujer y su marido le habían dado y, siguiendo sus indicaciones, llegó en poco tiempo a la iglesia, exactamente cuando las campanas anunciaban el Ángelus, es decir, las seis de la tarde en punto.
-¿Cómo puede ser esto?
-Se preguntaba así mismo, mientras sacaba del bolsillo su reloj.
Y una vez más constató la mano poderosa de su fiel amigo, el ángel de la guarda: las manecillas estaban paradas, lo que indicaba que había salido del palacio episcopal mucho más temprano de lo que imaginaba.