El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.
Ellos le preguntan:
- Mujer, ¿por qué lloras?
Ella les contesta:
- Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.
Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dice:
- Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?
Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta:
- Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Jesús le dice:
- ¡María!
Ella se vuelve y le dice:
- “Rabboni” que significa: ¡Maestro!
Jesús le dice:
- Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro».
María Magdalena fue y anunció a los discípulos:
- He visto al Señor y ha dicho esto.
Comentario del Papa Francisco
Que el asombro gozoso del Domingo de Pascua se irradie en los gestos y en las palabras… ¡Ojalá fuésemos así de luminosos! Pero esto viene de dentro, de un corazón inmenso en la fuente de este gozo, como el de María Magdalena, que lloraba la pérdida de su Señor y no creía a sus ojos al verlo resucitado. Quien experimenta esto se convierte en testigo de la Resurrección, porque en cierto sentido resucita él mismo, resucita ella misma. De este modo es capaz de llevar un “rayo” de la luz del Resucitado a las diversas situaciones: a las que son felices, haciéndolas más hermosas y preservándolas del egoísmo; a las dolorosas, llevando serenidad y esperanza.