EN el silencio de su convento florentino, un fraile dominico pinta a su maestro fundador. Unos tamizados rayos de sol penetran por los ventanales e iluminan las paredes que le sirven de lienzo. Dicen del beato Angélico que nunca levantó el pincel sin decir una oración, ni pintó el crucifijo sin que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
Nos detenemos en la imagen de Santo Domingo, que forma parte del fresco “Cristo ultrajado”, de la celda n.º 7, en el corredor superior del famoso convento de San Marcos, en Florencia. En la cúspide de este triángulo, la figura de Cristo, con los ojos vendados, paciente, mientras es ultrajado por los ocultos sayones. Abajo, en los dos extremos, de forma simétrica, las figuras sedentes de la Virgen María y de Santo Domingo meditan en actitud contemplativa.
Me imagino al beato Angélico, tan absorto en sus pinceles como su maestro en la lectura. Ambos en actitud contemplativa. Lo ha pintado joven, con una estrella sobre la orla de santidad, uno de sus distintivos. Porque dicen que en su bautismo apareció una estrella sobre su frente, indicando lo que sería su vida: brillante faro para iluminar el camino y recuperar las almas perdidas para Cristo.
Su postura es elegante. Apoya ligeramente su barbilla sobre las puntas de los dedos, como para ayudar al entendimiento. Sobre el libro abierto su mano se detiene marcando un pensamiento. Los pliegues del hábito realzan su figura, rebosante de dignidad, casi angelical.
Su rostro destila serenidad. Su mirada recogida y casi perdida en algunos de los pasajes que está leyendo. Es la octava, de las nueve formas de oración, que enseña a sus discípulos: el “diálogo consigo mismo y la escucha”.
Solía practicarla después de las comidas: se retiraba a un lugar solitario, permaneciendo consigo y con Dios. De la lectura a la oración, de la oración a la meditación, de la meditación a la contemplación.
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Contraste chocante con el ritmo frenético de la vida moderna, que nosotros mismos nos fabricamos. ¡Qué difícil resulta en nuestras grandes y ensordecedoras urbes –o entre las mismas paredes de nuestro hogar, invadido por la verborrea constante de la televisión– alcanzar esa distensión psíquica espléndida, que prepara las almas para elevarse a las más altas esferas del estudio y de la meditación!
La agitación moderna aparta a los hombres del gusto de recogerse en Dios para estudiar y orar, y produce inapetencia de las cosas del Cielo.
¿Qué tal hacer el propósito de apagar un poco la televisión y reservar algún tiempo del día –ahora que comienza la Cuaresma– para una lectura provechosa?
V I D A
Fray Angélico O.P. nació en Vicchio (Toscana) en 1390. Fue llamado Angélico por su temática religiosa, la serenidad de sus obras y por su extraordinaria devoción. A los 28 años ingresó en un convento dominico en Fiesole, trasladándose después al convento de San Marcos de Florencia, donde pintó numerosos frescos en el claustro, la sala capitular y las entradas a las veinte celdas de los frailes de los corredores superiores, como el que nos ocupa. Aunque se desconoce quién fue su maestro, se cree que comenzó su carrera artística como iluminador de misales y otros libros religiosos. Después comenzó a pintar retablos y tablas. Murió en Roma en 1455. Fue beatificado por Juan Pablo II en 1982.