Una película reciente titulada “First Man”, sobre la vida de Neil Amstrong, el primer hombre en pisar la Luna, subraya con maestría la importancia de los logros conseguidos por el ser humano en la carrera especial y, al mismo tiempo, obliga al espectador a reconocer su pequeñez. La Luna está aproximadamente a 384.000 kilómetros de la Tierra. O sea, unas 10 veces la distancia de la circunferencia terrestre. En aquel primer viaje, el Apolo XI tardó dos días y medio en llegar a su destino, y llegó a viajar a más de 39.000 kilómetros por hora.
Estos datos pueden parecer grandes o impresionantes, pero no dejan de ser razonables. Cuando se nos dice, en cambio, que el Sol tiene un diámetro 109 veces superior al de la Tierra, o sea, que unos 1.300.000 planetas Tierras podrían caber dentro del Sol, o que pesa 330.000 veces tanto como la Tierra, los cálculos empiezan a desbordar nuestras mentes. Pues bien, éstos se vuelven abrumadores cuando nos informan que nuestra galaxia, la Vía Láctea, tiene un diámetro aproximado de cien mil años luz (es decir, cien mil años viajando a 300.000 kilómetros por segundo). Y si, para concluir, nos dicen que se estima que en el universo hay otros 2 billones (2 millones de millones) de galaxias como la nuestra, entonces las imágenes simplemente nos desbordan. Es demasiado, y no hay manera de visualizar tales dimensiones en nuestra mente.
Lo mismo ocurre al descubrir que los fósiles más antiguos del Homo sapiens, nuestra especie, datan de hace 300.000 años, mientras que la historia de la Tierra se retrotrae hasta hace aproximadamente 4.500 millones de años, esto es, un tercio de la edad del universo (el Big Bang se produjo hace alrededor de 14.000 millones de años).
Cuento todo esto porque vale la pena recordarlo a menudo. Y es que, aunque nos creemos muy importantes, muy necesarios o muy especiales, nuestra existencia en este mundo resulta extremadamente pasajera e intrascendente.
Ahora bien, hay una curiosa y portentosa contradicción: pese a esa futilidad nuestra, Dios nos ama a todos los seres humanos. A cada uno de nosotros, con nuestros nombres y apellidos. Somos, en una palabra, sus hijos, sus criaturas amadas. Dentro de esa ingente cantidad de años de la Tierra, fue hace apenas unos siglos cuando el Hijo de Dios quiso encarnarse para salvarnos y devolvernos la esperanza, brindándonos un sentido de la vida que ningún otro ser vivo ha tenido jamás.