Más que un sentimiento, diría que se trata de una auténtica pasión, porque es capaz de llevarnos a decisiones y acciones muy lamentables y porque puede adentrarse en lo más profundo de nuestro corazón.
Me refiero a la envidia, uno de los siete pecados capitales clasificados por los primeros cristianos hace cientos de años. Podríamos definirla como el deseo insaciable de poseer algo que tiene el prójimo y, al mismo tiempo, cómo anhelar el mal a ese prójimo precisamente por tenerlo. Es decir, lo que Dante Alligieri describió en La Divina Comedia como "el amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos".
Hasta aquí la teoría. Ahora detengámonos unos segundos a pensar de qué manera nosotros manifestamos la envidia. O, mejor dicho, nos dejamos invadir por ella. Porque, como todo pecado capital, resulta que es tan hábil y tan maliciosa que muchas veces no nos enteramos de su presencia y de sus efectos nocivos hasta que nos ha envenenado el alma.
La envidia
Existe envidia cuando un compañero nuestro obtiene un logro académico o profesional, y nosotros no, y proferimos alguna maldición silenciosa; cuando miramos con malos ojos al que le va bien económicamente; cuando guardamos rencor por el éxito social de algún familiar o conocido; cuando el miedo o la baja autoestima nos impiden reconocer los méritos ajenos; cuando lanzamos frases sarcásticas a fin de ridiculizar al contrario; cuando nos comparamos para reconfirmar nuestra supuesta superioridad en alguna cualidad; cuando verbalizamos rumores infundados... y un largo etcétera.
Una dificultad añadida de la envidia es su inmaterialidad: así como hay imperfecciones que resultan claras a los sentidos (un robo, una mentira o un insulto), en el caso de la envidia los límites morales se difuminan bastante, porque forman parte de cuestiones mentales y de razonamientos intangibles: ¿dónde termina la simple y llana comparación y empieza la envidia? ¿Cuándo se pasa de la sana ambición a la codicia desmedida?
La virtud opuesta a la envidia es la caridad. Y la caridad se resume en el mandamiento cristiano extremo, de sobra conocido por todos: amar a los demás como a uno mismo. En este mes, el de la Navidad, reflexionemos con la Iglesia la conmemoración de la llegada a la Tierra de Dios Hijo, que, humilde, desnudo y sencillo, quiso combatir la tristeza y el rencor que gobernaba los corazones de la raza humana con un amor sincero y limpio.