Por supuesto, dudo que la respuesta sea única, y mucho menos sencilla. Pero parece claro que existe una saturación por parte de la población respecto a sus líderes. Hasta donde sabemos, la democracia es probablemente la mejor forma de gobierno en un país, la más justa y equitativa, lo cual no garantiza, sin embargo, el éxito automático de las naciones. Hay demasiados factores que pueden perjudicarlas (corrupción, vaivenes económicos, mentiras y engaños de los dirigentes…) y que se escapan al control de ciudadano medio.
Por un lado, el socialismo, sobre el papel, persigue un ideal noble, como es la igualdad de todas las personas en la dimensión política, social y económica. La manera de garantizar dicho objetivo, ahora bien, puede contribuir a que el pobre y vago se conforme con lo que tiene, siempre y cuando le provean con lo mínimo para sobrevivir, y a que el estado se arrogue excesivas competencias.
Por otro lado, el liberalismo promueve la libertad del individuo sobre todo lo demás, de manera que el estado apenas tenga protagonismo. En teoría también resulta atractivo, sólo que llevado al extremo, disfrazándose de capitalismo salvaje, se ha demostrado que implica gigantescas diferencias sociales que enriquecen sin límite al rico y ningunean al pobre.
Es probable que la respuesta esté en la medida que propone la virtud clásica de la prudencia: en el término medio. ¿Intervencionismo estatal? Sí, pero sin excesos. No está claro hasta dónde debería llegar éste, y por eso no debemos caer en la crítica de quien piense diferente a nosotros. No existe la receta mágica e indiscutible para conducir un municipio o una provincia, y mucho menos un país. Así que la única forma de hacerlo es escuchando al prójimo, buscando comprenderlo en sus discrepancias y tratando de alcanzar un acuerdo que satisfaga, de manera proporcionada, a todos, eliminando cualquier brote de violencia que sólo busque dividir o violentar al otro.
Como cristianos, somos conscientes del faro de paz y mesura que debería guiar nuestras vidas: Jesucristo. Él es nuestra referencia última. Para lo bueno y para lo malo, Cristo se desvela como Alguien que nunca nos traiciona, engaña ni olvida, sino que siempre perdona, como a aquellos que Le insultaron y crucificaron hace dos mil años. A fin de cuentas, Dios Padre es eso, el refugio último al que siempre, siempre, siempre podremos volver.